viernes, 27 de diciembre de 2013

Reflexiones decembrinas por Elías Quinteros


REFLEXIONES DECEMBRINAS

por Elías Quinteros

1. Desde hace un rato, y por una diversidad de razones, venimos tocando la banquina. La ausencia de Cristina Fernández de la escena política tras su intervención quirúrgica fue compensada en parte por el resultado de las elecciones legislativas (un triunfo electoral a nivel nacional con cinco derrotas distritales de importancia), y por el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa iniciada por el Grupo Clarín (un pronunciamiento demorado que reconoció la constitucionalidad de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual). Por otro lado, las desinteligencias que habían enrarecido el panorama político y económico fueron subsanadas con el retorno de la Presidenta, la modificación del equipo gubernamental y el protagonismo del Jefe de Gabinete. Pero, el acuartelamiento de la policía de la mitad de las provincias, la creación de «zonas liberadas» en varios puntos del país, los saqueos que se produjeron con la complicidad policial, la pérdida de vidas y bienes como consecuencia de esos saqueos, la obtención de incrementos salariales de consideración por parte de los efectivos sublevados, la ola de calor, la interrupción del suministro eléctrico en forma reiterada, y las incomodidades sufridas por miles y miles de argentinos a raíz de esa circunstancia, descolocaron al gobierno. Con relación a esto, debemos efectuar una aclaración que no es menor. Ni las policías provinciales, ni las variables climatológicas, dependen del Poder Ejecutivo Nacional. Pero, este último no puede actuar con relación a la cuestión policial y a la cuestión energética como si no tuviese ninguna responsabilidad. En el primer supuesto, estamos ante una situación que fue dejada al cuidado discrecional de los gobernadores. Y, en el segundo, nos hallamos ante una que no fue abordada oportunamente. En ambas situaciones, la Casa Rosada se encontró de golpe ante problemas graves, complejos y generadores de descontento social. Al respecto, debemos mencionar que las personas que padecieron el efecto de los saqueos porque la policía creó una «zona liberada» o que perdieron los alimentos que tenían en las heladeras de sus comercios porque la gente consumió una cuota mayor de energía eléctrica no entienden de jurisdicciones. Sólo sienten que sufrieron un perjuicio porque se quedaron sin seguridad o sin luz: algo que, según el caso, se produjo por culpa de la policía, la compañía que provee la electricidad, el gobernador de la provincia, el Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Presidenta de la Nación e, incluso, el Presidente de Venezuela o el Presidente de los Estados Unidos. Mas, la multiplicidad de responsables reales o aparentes no evita que los reclamos terminen repercutiendo de una manera inexorable en la Casa de Gobierno.

2. ¿Qué es un policía? No es una cosa. Es un individuo. Es una persona. Es un ciudadano. Algunos policías creen que integran una casta y que, por esa razón, están en un estrato superior respecto de los ciudadanos comunes. Pero, como contrapartida, algunos ciudadanos comunes piensan que los policías constituyen una especie inferior que sólo existe para realizar el «trabajo sucio» en las sociedades. Ni lo uno ni lo otro. Los que son policías y los que no lo son, es decir, los que son simples civiles, tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones. Aparte de esto, ¿también es un trabajador? Algunos dicen que sí. Otros dicen que no. Y, dentro de los que dicen que sí, algunos afirman que es un trabajador como los demás. Y otros, por el contrario, afirman que es un trabajador diferente, especial, único. Veamos. Un policía realiza un trabajo, dentro de un horario, bajo las órdenes de un empleador o patrón (el Estado), a cambio de un salario. Por ende, está en una relación de dependencia: algo que lo iguala con el resto de los trabajadores que se encuentran en una relación similar. La circunstancia de prestar un servicio público lo equipara, entre otros supuestos, con los trabajadores de la educación y con los trabajadores de la salud. Y el hecho de manejar un arma, algo que es propio de su actividad, no lo distingue palmariamente de los que transforman con una frecuencia alarmante, a sus vehículos y a sus herramientas de trabajo, en instrumentos que funcionan como artefactos letales. Entonces, ¿tiene derecho a sindicalizarse? Como en los casos anteriores, algunos dicen que sí. Otros dicen que no. Y, dentro de los que dicen que sí, algunos sostienen que eso incluye el derecho a intervenir en una huelga. Y otros, en cambio, sostienen lo opuesto. Para estos últimos, la sindicalización apunta a la existencia de una representación legítima que pueda negociar los salarios y el resto de las condiciones laborales. Pero, ¿podemos considerarlo un trabajador y, no obstante, negarle tal derecho sabiendo que el mismo configura el recurso extremo de los trabajadores, el que garantiza que sus demandas sean escuchadas? Y, por otra parte, ¿la decisión de negárselo puede evitar que proteste por una causa que le parezca justa interrumpiendo su labor?

3. En realidad, la sociedad argentina no sabe cómo tratar a sus policías. Y no lo sabe porque tiene una relación ambivalente con la institución policial. Por un lado, comprueba que ésta contribuye al mantenimiento del orden existente: lo cual le brinda una sensación de seguridad. Y, por el otro, percibe con frecuencia que muchos de sus efectivos aparecen vinculados, directa o indirectamente, a actividades delictivas: lo cual le transmite la sensación contraria. Esto explica por qué muchas personas comunes tienen una imagen de los agentes policiales que oscila entre la confianza y la desconfianza o, dicho de otra forma, entre el respeto y el miedo. De un modo llamativo, más de un ciudadano siente que el policía que tiene la obligación de protegerlo puede ser un corrupto, un delincuente más peligroso que los que no usan un uniforme o un incapaz que puede herir o matar a cualquiera de una manera accidental. En el imaginario de la sociedad, el agente policial no sólo es un individuo que arriesga su vida por unos pesos. También es un deshonesto que usufructúa los beneficios de la ilegalidad: desde el que «manguea» una pizza hasta el que participa en las ganancias de la prostitución, el robo de ganado, el robo de automotores, la piratería del asfalto, el contrabando, el tráfico de drogas, etc. Tal particularidad despierta en la «gente» la sensación de estar a merced de bandas armadas que, además, cuentan con la complicidad de los gobernantes y los jueces. Desafortunadamente, la creación de «zonas liberadas» durante el acuartelamiento de la mitad de las fuerzas provinciales y la complicidad de una parte de los involucrados en los saqueos que acontecieron en más de una ciudad, alimentan el «sentimiento antipolicial» que distingue a algunos sectores de la sociedad: situación que rememora el «sentimiento antimilitar» que existió durante muchos años, como consecuencia de la actuación de las fuerzas armadas durante la última dictadura. Asimismo, la multiplicación de las protestas; la actitud adoptada durante su desarrollo por algunos agentes y ex agentes del orden (una actitud que adquirió en más de un caso el aspecto de un chantaje descarado y brutal); y la superposición de los reclamos con el 10 de diciembre, o sea, con el Día de los Derechos Humanos; dan la razón a los que hablan de un movimiento desestabilizante. Sin embargo, tengamos un poco de cuidado. El estallido policial no sólo aprovechó el hambre que existe en algunos bolsones de pobreza. También usufructuó la desigualdad que existe entre las franjas más ricas y las franjas más pobres; la desigualdad que existe entre los trabajadores formales o «trabajadores en blanco»; y la desigualdad que existe entre estos (que tienen incrementos salariales, aguinaldo, vacaciones pagas y prestaciones de una obra social), y los trabajadores informales o «trabajadores en negro» (que no tienen dichos beneficios, ni tienen la tranquilidad que deriva de la continuidad laboral): desigualdades que generan diferenciaciones y resentimientos.

4. Dicen que la interrupción del suministro de la energía eléctrica, por parte de las empresas que tienen a su cargo la prestación de ese servicio, no está relacionada con su producción, ni con su transporte, sino con su distribución. Dicen que los problemas que impiden la distribución normal de la energía constituyen la consecuencia de la falta de inversión privada. Y dicen que las empresas prestatarias no van a realizar las inversiones que son necesarias para que el sistema eléctrico funcione en la forma adecuada —inversiones que, por otra parte, no fueron efectuadas en el pasado, a pesar de las obligaciones asumidas legalmente—, porque eso reduce su margen de ganancia. Entonces, ¿por qué no dejamos de perder el tiempo? ¿Por qué no hacemos lo mismo que realizamos con otras empresas? ¿Por qué no adoptamos las medidas adecuadas para que el Estado Nacional se encargue nuevamente de la distribución de la energía? El incremento de la demanda de electricidad por la ampliación de la infraestructura industrial y por la multiplicación de los aparatos electrodomésticos y, en especial, de los aparatos de aire acondicionado que son utilizados por la población, no es algo malo. Por el contrario, es algo excelente. En el primer caso, trasluce el incremento de la producción y, en el segundo, el incremento del consumo: dos hechos que evidencian el éxito del modelo. Pero, esto —que es más que meritorio—, pierde su valor si el gobierno no controla el estado de la red de distribución eléctrica, sabiendo que la demanda crece de un modo inevitable cuando la temperatura alcanza niveles insoportables. Pretender que la sociedad haga un uso racional de la energía, apelando exclusivamente a la buena voluntad de la «gente», es ingenuo. Por desgracia, más de un individuo no se caracteriza por su solidaridad, sino por su egoísmo. Y, además, pretender que haga eso mientras los edificios gubernamentales, las plazas, las fuentes y los monumentos, están iluminados en la totalidad de su plenitud, resulta ofensivo.

5. Celebramos con razón el crecimiento de la industria de la construcción. Pero, no pensamos que la sustitución de una casa por un edificio de varios pisos multiplica la demanda de energía eléctrica, gas natural, agua potable, etc. Celebramos con razón el crecimiento de la industria automotriz. Pero, no pensamos que la multiplicación de vehículos incrementa el problema del tránsito. Celebramos con razón el crecimiento de la industria en general y del consumo de los que integran las clases medias y bajas. Pero, no pensamos que el aumento de las ventas de electrodomésticos y, en particular, de los aparatos de aire acondicionado, acrecienta la demanda de energía. Es decir, celebramos con razón el éxito de un modelo de país. Pero, no prevemos los efectos indeseables de ese éxito. Aquí, la solución no consiste en enfriar la economía o, dicho de otra forma, en dejar de construir, en dejar de fabricar automóviles, en dejar de producir y en dejar de consumir electrodomésticos. La solución pasa por la planificación. Debemos establecer los sitios que son edificables y la clase de construcciones que están permitidas en esos sitios para que los lugares naturales no desaparezcan y para que los centros urbanos no sean islas de cemento y asfalto que crecen descontroladamente. Debemos establecer los sitios y los horarios que son transitables, y la clase de vehículos que están autorizados a transitar por esos sitios, para que las rutas y las avenidas no sean un caos que se expande con el transcurso del tiempo. Debemos establecer y fomentar las producciones que son necesarias o convenientes según los planes gubernamentales para que la actividad productiva no sea algo desbocado que produce bienes que no son requeridos o que no son requeridos en la cantidad deseada. Y debemos fomentar y controlar el consumo razonable de los bienes y de los recursos para que la sociedad argentina no tenga dos clases de individuos: los que pueden disfrutar de tales bienes y de tales recursos y los que, a diferencia de los anteriores, no pueden hacerlo.

6. Los argentinos tenemos algunas particularidades. Una de ellas consiste en celebrar la Navidad como si estuviésemos en el hemisferio norte, rodeados por la nieve, con una temperatura que hace tiritar de frío. Y, a raíz de esto, no sólo elaboramos comidas que no corresponden a climas cálidos. También repetimos las mismas una semana más tarde, cuando festejamos el Año Nuevo. No obstante lo dicho, desde hace un tiempo, cualquiera puede apreciar que muchas familias modificaron sus hábitos culinarios: algo que las llevó a sustituir las cenas abundantes en cantidad y calorías por las preparaciones frías y sencillas. Sin duda, las tradiciones pesan. Pero, las decisiones de los que no consumen carnes porque son vegetarianos; los que no comen alimentos con sal, «picantes» o grasas, porque eso no condice con su edad o su salud; los que no toman bebidas alcohólicas porque carecen de esa costumbre o porque tienen que manejar un automóvil después de la cena; los que no encienden el horno de su cocina porque tal experiencia resulta insoportable cuando la temperatura es elevada; los que no adquieren algunos de los productos que suelen aparecer en los comercios porque no están al alcance de sus bolsillos; y los que no llenan sus heladeras, a diferencia de otras épocas, porque temen que un «corte de luz» pueda arruinar lo comprado; pesan mucho más. Detengámonos un instante en esto último. La ausencia de luz arruina cualquier celebración que acontezca en el verano. Después de todo, los ventiladores, los aparatos de aire acondicionado y las heladeras no funcionan. Las bebidas frescas desaparecen. Las carnes, las mayonesas y las cremas se descomponen. Y los helados se derriten. Mas, lo peor no radica en el hecho de estar a oscuras, ni en la circunstancia de sufrir los efectos de un calor excesivo y prolongado, ni en el deterioro inevitable y criminal de los alimentos, ni en la pérdida dineraria que lo anterior implica, sino en la mezcla de impotencia y bronca que se apodera de las personas comunes y corrientes, cada vez que éstas comprueban que no pueden luchar contra fuerzas que las superan en poder. Ciertamente, el desarrollo de las fiestas de fin de año, el incremento del calor, el colapso del suministro eléctrico y la desaparición del modernismo por culpa de los «cortes», tienen la virtud de alterar el humor de los hombres y de las mujeres: situación que, tarde o temprano, convierte a la Presidenta en la culpable de todo.

7. Recientemente, quienes amamos la Argentina padecimos una pérdida invaluable y, además, insustituible. Para tristeza y dolor de más de uno, Nelly Omar —esa representante extraordinaria y grandiosa del canto popular que superó el siglo de existencia con una vitalidad, una entereza y una dignidad admirables—, se marchó. Y, en el instante mismo de hacerlo, la muerte nos dejó sin la musa inspiradora de Homero Manzi; sin «Malena»; sin «La descamisada»; sin la mujer de mirada profunda y sonrisa amplia que aparece en la tapa de «Por la luz que me alumbra»; sin la cantora de tangos, milongas y valses que llenó el Luna Park cuando tenía cien años; y sin la intérprete «criolla» que en estos momentos, al igual que una estrella, brilla junto a Tania, Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Tita Merello, Sofía Bozán, Ada Falcón, Libertad Lamarque, Juanita Larrauri, Herminia Franco, Amanda Ledesma, Sabina Olmos y Elba Berón. Indudablemente, ella fue una figura de dimensiones colosales: una figura que encarnó la historia de la Argentina, la historia del arte nacional y la historia del peronismo. Su vida, que ya forma parte de la leyenda, es un ejemplo para todos. Conoció el éxito, la fama y la gloria. Después, sufrió la proscripción con estoicismo, sin renegar de sus convicciones ni de sus actos. Y, después, renació como el sol de la mañana, cuando muchos creían que era un fantasma del pasado. A su lado, las epopeyas de otros son tan pequeñas que resultan insignificantes.

martes, 17 de diciembre de 2013

Una voz peronista por Elías Quinteros

UNA VOZ PERONISTA

Elías Quinteros

Piero Bruno Hugo Fontana, más conocido como Hugo del Carril, nació hace más de un siglo, el 30 de noviembre de 1912, en la ciudad de Buenos Aires. Pero, el aniversario de su nacimiento —al igual que el de Arturo Martín Jauretche y el de John William Cooke, que vinieron al mundo el 13 de noviembre de 1901 y el 14 de noviembre de 1919, respectivamente—; no mereció ninguna recordación especial. Por lo visto, el peronismo tiene un problema grave. No puede o no quiere recordar a las personas que lo engrandecieron con su militancia. Y, a raíz de ello, permite que el recuerdo del nombre, la vida y la obra de un argentino excepcional se disipe poco a poco, de una manera lamentable e irremediable. Actualmente, muchos jóvenes ignoran que Hugo del Carril, el individuo que motiva este breve escrito, fue un hombre inigualable que se destacó en el mundo de la música, como cantante de tangos, y en el mundo del cine, como actor, guionista, productor y director. Asimismo, dichos jóvenes desconocen que la transcendencia de su labor artística, una labor extensa y rica que quedó asentada en sus grabaciones discográficas y en sus realizaciones cinematográficas, no alcanzó una dimensión mayor que la que tuvo porque el «gorilaje» nunca perdonó que su voz inmortalizase la versión oficial de la «Marcha Peronista». Ese hecho, asimilable a un «crimen» según algunos, lo privó de la libertad tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón y, además, le impidió trabajar en más de una ocasión. Desde una perspectiva femenina, es decir, desde la perspectiva de las madres y de las tías de los que arañamos la media centuria, fue un «galán», un «buen mozo», un «churro» que cautivaba con su mirada seductora, su sonrisa amplia y sus expresiones porteñas. Y, desde una perspectica masculina, fue un «tipo con una pinta bárbara» que derretía a las «minas» y que, a diferencia de otros «tipos con «facha», siempre conservó un «aspecto varonil»: un aspecto que siempre estuvo asociado a la imagen de un hombre «hecho y derecho», de un hombre de «principios», de un hombre de «palabra» que podía «plantarse en la vida», por una causa noble y justa, cuando las circunstancias lo requerían.

Sin caer en ninguna exageración, su intervención en la cultura «tanguera» fue decisiva. Como cantante, interpretó las obras de muchos de los «grandes»: las letras de Algel Villoldo, Pascual Contursi, Celedonio Flores, Enrique Santos Discépolo, Enrique Cadícamo, Alfredo Le Pera, Homero Manzi, José María Contursi y Homero Expósito; y las composiciones musicales de Samuel Castriota, Pedro Maffia, Edgardo Donato, Juan de Dios Filiberto, Francisco Canaro, Francisco Lomuto, Sebastián Piana, Juan Carlos Cobián, Pedro Laurenz, Juan D‘Arienzo, Domingo Federico y Mariano Mores. Y lo realizó con un estilo personal, tan personal que se diferenció de los demás. Su voz se transformó en algo inconfundible. Y, por eso, cualquiera podía reconocerla cuando surgía de un tocadiscos o una radio. No en vano, al escuchar sus registros, podemos apreciar la técnica del que sabe cantar y la pasión del que siente con intensidad cada palabra que pronuncia y cada nota que emite. Sin duda, tuvo un magnetismo especial como Carlos Gardel y como Julio Sosa. Y, quizás, por estas razones, se convirtió en una de las expresiones más notorias de la música rioplatense: una forma musical que, aunque otorgaba al tango un lugar central, no renegaba del vals, ni de la milonga, ni del candombe, entre otros ritmos.

A la par de lo dicho, este representante del barrio de Flores, que perteneció a la generación de los que enlazaron el tango con el cine y el cine con los públicos masivos, descubrió los secretos del «séptimo arte» con actores como Tito Lusiardo, Florencio Parravicini, Enrique Serrano, Santiago Gómez Cou, Enrique Roldán y Luis Sandrini; con actrices como Mercedes Simone, Libertad Lamarque, Irma Córdoba, Delia Garcés, Sabina Olmos, Amanda Ledesma, Ana María Linch y Aída Luz; y con directores como Manuel Romero, Luis César Amadori, Luis José Moglia Barth, Luis José Bayón Herrera y Mario Soffici. O sea, aprendió con muchos de los que transformaron al cine nacional en un rival formidable del cine estadounidense que era capaz de triunfar en el mercado latinoamericano. Después, tomó la experiencia adquirida junto a esos «monstruos» de la actividad fílmica, durante años y años de trabajo. La reunió con su capacidad creativa. Y, finalmente, la volcó en cada una de sus realizaciones logrando que una de ellas, «Las aguas bajan turbias», quedase en un lugar privilegiado dentro de la historia cinematográfica de la Argentina. Tal obra —una denuncia basada en la novela «El río oscuro» de Alfredo Varela, que retrata la dureza de la vida de los hombres que trabajaban en los yerbatales del Alto Paraná—, figura a la altura de creaciones tan antológicas como «Pelota de trapo» de Leopoldo Torres Ríos; «La guerra gaucha», «Los isleros» e «Hijo de hombre» de Lucas Demare; «Dios se lo pague» de Luis César Amadori; «Safo, historia de una pasión» y «El angel desnudo» de Carlos Hugo Christensen; y «El hombre que debía una muerte» de Mario Soffici: películas que enlazan lo dramático con lo social, lo histórico, lo policial, lo pasional y/o lo erótico.

Un día de 1949, como consecuencia de un pedido del «General», gravó la «Marcha» o, cariñosamente, la «Marchita». A partir de ese instante, su fama como intérprete de tal composición partidaria superó a su fama como intérprete de tangos. Y su voz, unida para siempre a unos versos y unos compases de autoría controvertida, se volvió más conocida que su rostro y su nombre. De un modo progresivo, la misma dejó de ser suya. O, con más claridad, dejó de ser parte de un hombre. Y pasó a ser parte de la «Marcha» y, en cierta forma, del peronismo, como un elemento que estuvo presente en mil resistencias, en mil protestas y en mil celebraciones. Hoy, por el planteamiento de cuestiones legales que están relacionadas con la propiedad intelectual, por la aparición de una multiplicidad de versiones que responden a los estilos musicales más diversos o por alguna otra causa, la escuchamos poco o nada. Cada día, el silencio la apaga un poco más. Y, al hacerlo, incrementa la distancia que nos separa del hombre que sigue cantando a los «muchachos peronistas» cuando ponemos su inimitable grabación.

jueves, 28 de noviembre de 2013

VICISITUDES por Elías Quinteros

VICISITUDES

Elías Quinteros

Sorpresivamente, el 5 de octubre, descubrimos que Cristina Fernández, la Presidenta de la Nación, padecía los efectos de una «colección subdural crónica» o, dicho de otra forma, de una acumulación de sangre que se había formado entre la masa de su cerebro y la membrana que recubre al mismo, como consecuencia de un traumatismo de cráneo. Y, dos días después, nos anoticiamos que esa acumulación de sangre requería la realización de una cirugía. A partir de ese momento, seguimos con atención y, a veces, con ansiedad, las alternativas relativas a su internación en el Hospital Universitario de la Fundación Favaloro, su intervención quirúrgica, su recuperación y, por último, su reposo en la Quinta de Olivos: algo que no fue sencillo porque las informaciones vinculadas a dichas cuestiones fueron brindadas en algunos casos, de una manera razonable, con una especie de gotero. Sin su presencia en la escena política (algo que no pasaba desapercibido), llegamos al 27 de octubre, es decir, al tercer aniversario de la muerte de Néstor Kirchner, a la fecha de las elecciones legislativas de este año y, finalmente, al triunfo del Frente para la Victoria: un triunfo indiscutido a nivel nacional que, a pesar de garantizar el control del Congreso de la Nación, no permitió plantar la bandera de la consagración en la ciudad de Mauricio Macri, ni en las provincias de Daniel Scioli, José Manuel de la Sota, Antonio Bonfatti y Francisco Pérez. La oposición o, con más precisión, la parte de ella que suele distinguirse por sus actitudes absurdas trató de menoscabar el triunfo del gobierno argumentando, por ejemplo, que la importancia de una victoria local, como la de Sergio Massa, Hermes Binner, Gabriela Michetti, Julio Cobos, etc., era mayor que la de una victoria general; o que el caudal electoral de la totalidad de las fuerzas opositoras era mayor que el del oficialismo (comparación caprichosa y bochornosa porque tales fuerzas no constituían un único partido). Mas, la realidad desbarató esos intentos y descolocó abrupta y rápidamente a los autores de los mismos. A cuarenta y ocho horas de los comicios, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el órgano máximo del Poder Judicial, declaró la constitucionalidad de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en la causa caratulada: «Grupo Clarín SA y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional y otro s/ acción meramente declarativa». Y, seis días más tarde, a raíz de dicho pronunciamiento, el grupo empresario más poderoso del ámbito comunicacional presentó a la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA), su «plan de adecuación».

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En medio de los acontecimientos que se sucedieron, no recordamos o, mejor dicho, no recordamos de la manera debida el centésimo duodécimo aniversario del nacimiento de Arturo Martín Jauretche (13 de noviembre), ni el nonagésimo cuarto aniversario del nacimiento de John William Cooke (14 de noviembre). Y, al proceder de esa forma, negamos a estos dos hombres inigualables —que junto a Juan Domingo Perón y a María Eva Duarte (Evita), simbolizan, sintetizan y explican la diversidad y la complejidad del peronismo—, un homenaje sincero, digno, adecuado y oportuno. Pero, tal circunstancia no configura una sorpresa. Al fin y al cabo, el «General» y la «Abanderada de los Humildes» tampoco suelen ser objeto de muchos homenajes que reflejen su importancia política e histórica. Sin duda, el recuerdo de estos «gigantes» de la Argentina —que vinieron al mundo en la Provincia de Buenos Aires, que se graduaron como abogados, que militaron políticamente, que se destacaron en la actividad pública, que experimentaron la vivencia de ser perseguidos por sus opiniones, que conocieron la cárcel, que padecieron el exilio y que, en definitiva, fueron dos personalidades de convicciones fuertes y acciones decididas—, incomoda a más de uno. Si esto no es así, ¿por qué no evocamos con constancia al revolucionario romántico que participó en la rebelión de Paso de los Libres; al yrigoyenista inclaudicable que fundó la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), con Manuel Ortiz Pereyra, Luis Dellepiane, Raúl Scalabrini Ortiz, Gabriel del Mazo y Homero Manzi; y al escritor revisionista que expuso su pensamiento en «Los Profetas del Odio y la Yapa», en «El medio pelo en la sociedad argentina» y en el «Manual de zonceras argentinas», entre otros textos de su autoría? ¿Y por qué no hacemos lo mismo con el militante intachable que tuvo el privilegio de ser designado por Juan Domingo Perón como su representante y su heredero; con el preso político que escapó de la Cárcel de Río Gallegos, con Héctor José Cámpora, Jorge Antonio y Guillermo Patricio Kelly; y con el teórico extraordinario que describió la realidad de su tiempo en «Apuntes para la militancia»? Es cierto. Hablamos de tanto en tanto del héroe de la «Década Infame» y del héroe de la «Resistencia Peronista». No obstante, en la mayoría de los casos, sólo constituyen un par de nombres. Y eso es lamentable. Un pueblo que pierde su memoria pierde más que su historia. Pierde más que los relatos de sus triunfos y sus derrotas. Pierde más que los mitos que explican su origen. Pierde su identidad. O sea, pierde lo que lo diferencia del resto de los pueblos, lo que lo convierte en algo único y lo que lo impulsa a fundar un proyecto de existencia que exteriorice sus auténticos valores, que trasluzca sus auténticas utopías, que contemple sus auténticos intereses y que satisfaga sus auténticas necesidades. En síntesis, un pueblo que no preserva su memoria es como una moneda falsa. Por eso, la tendencia a considerar que no tenemos ninguna deuda con Arturo Martín Jauretche y John William Cook equivale a incurrir en el pecado de la ingratitud. Y la de suponer que alcanza con la costumbre de adornar las paredes de un evento con sus imágenes, repetir sus frases más conocidas en un acto político o debatir algún aspecto de sus vidas durante un encuentro de intelectuales, equivale a incurrir en el pecado de la estupidez.

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El 17 de noviembre, disfrutamos de un domingo que tuvo como nota sobresaliente la proyección del documental «NK» de Israel Adrián Caetano, en el anfiteatro del Parque Lezama, con motivo del «Día de la Militancia». Y, al día siguiente, no sólo celebramos el retorno oficial de Cristina Fernández, como titular del Poder Ejecutivo, con la aprobación del cincuenta y tres por ciento de la opinión pública: detalle que deja a los políticos de la oposición e, inclusive, a los del oficialismo, a unas leguas de distancia. También asistimos a la renovación parcial del gabinete y, por ende, a la sustitución de Juan Manuel Abal Medina, por Jorge Capitanich (Gobernador de la Provincia del Chaco), en la Jefatura de Gabinete; de Hernán Lorenzino, por Axel Kicillof (Secretario de Política Económica y Planificación del Desarrollo), en el Ministerio de Economía y Finanzas Públicas; de Norberto Yauhar, por Carlos Casamiquela (Presidente del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), en el Ministerio de Agricultura; de Mercedes Marcó del Pont, por Carlos Fábrega (Presidente del Banco de la Nación Argentina), en el Banco Central de la República Argentina; y de Carlos Fábrega, por Juan Ignacio Forlón (Presidente de Nación Seguros), en el banco citado anteriormente. Una vez más, esta clase de desplazamientos nos permitió percibir la fugacidad de las designaciones públicas. Acaso, ¿Alberto Fernández, Sergio Massa y Aníbal Fernández no condujeron la Jefatura de Gabinete antes que Juan Manuel Abal Medina? ¿Roberto Lavagna, Felisa Miceli, Miguel Gustavo Peirano, Martín Lousteau, Carlos Rafael Fernández y Amado Boudou no condujeron el Ministerio de Economía antes que Hernán Lorenzino? ¿Y Alfonso Prat Gay y Martín Redrado no condujeron el Banco Central antes que Mercedes Marcó del Pont?

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Como corolario de todo lo sucedido, el martes 19, nos enteramos del alejamiento de Guillermo Moreno: un alejamiento extraño o, por lo menos, llamativo. Según algunos, él presentó su renuncia. Y Cristina Fernández la aceptó. Según otros, Cristina Fernández le pidió que renunciase. Y él accedió a dicho pedido. Y, según otros, la presidenta, directamente, lo echó de su cargo. Pero, ¿una persona que es echada de la secretaría de un ministerio por la presidenta, porque la misma no está conforme con su desempeño, acuerda dejar su puesto unos días después, en lugar de hacerlo de inmediato? Y, por otro lado, ¿esta versión, la del desplazamiento violento, tiene como difusores exclusivos e incansables a los enemigos más acérrimos del Secretario de Comercio Interior? Evidentemente, Guillermo Moreno no es un hombre como los demás. Es un hombre de temperamento que exterioriza sus pensamientos en público; que no elude las discusiones que se presentan; que destroza a sus rivales con una elocuencia, una ironía y una cuota de humor que resultan asombrosas; y que, en suma, despierta amores y odios con una intensidad inusitada. Para unos, es un héroe, un patriota; y, para otros, un demonio, un patotero, un incapaz que produjo la mayoría de los males económicos de la Argentina. Sin embargo, ¿quienes lo critican con vehemencia son sinceros cuando proceden de esa manera? O, por el contrario, ¿afirman con un tono admonitorio que él es un «burócrata» y un «autoritario» porque tenían la costumbre de tratar al resto de la sociedad con una prepotencia que ya no es consentida por el Estado? A ciencia cierta, y como todos los que tratan de hacer algo desde la función pública, tuvo sus grandes aciertos y sus grandes equivocaciones. No obstante, lo que contribuye a disipar las dudas está dado por la magnitud y las características de sus enemigos. A esta altura de lo hechos, ser descalificado, entre otros, por los voceros de «Clarín» o de «La Nación» no constituye un desmerecimiento, sino un elogio.

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Tras las manifestaciones públicas de Jorge Capitanich y Axel Kicillof y los análisis periodísticos de los especialistas y los seudoespecialistas que tratan de explicar las ideas económicas de ambos, advertimos que el gobierno nacional no piensa modificar los lineamientos básicos del modelo de crecimiento económico con inclusión social que existe en nuestro país. Esto es excelente. La insuficiencia de capitales y de energía que afecta a la Argentina —cuestión enarbolada hasta el aburrimiento, por más de un miembro de la oposición, para convencernos de la supuesta incapacidad de nuestros funcionarios—, no expresa el fracaso de dicho modelo sino que, paradójicamente, exterioriza el éxito del mismo. Al fin de cuentas, la multiplicación de las personas que tienen un trabajo y un beneficio previsional, el aumento de los salarios y de las jubilaciones de un modo constante y significativo, y la creación de las asignaciones por hijo y por embarazo, provocan un aumento de la demanda que requiere un aumento de la producción y, por ende, de las inversiones y del suministro energético. Asimismo, la salida de dólares —otra cuestión esgrimida con obstinación, por algunos opositores, a fin de acreditar la pretendida endeblez de la economía local—, tiene su origen en el pago de la deuda externa (un compromiso heredado de los gobiernos anteriores que fue renegociado oportunamente obteniendo la disminución del monto adeudado, la reducción de los intereses y la prolongación de los plazos de pago); en la importación de energía e insumos (dos problemas puntuales que revelan el crecimiento del sector industrial); y en el pago de los gastos turísticos que son efectuados en el exterior (una circunstancia que trasluce el bienestar económico de los que realizan esta clase de gastos). La inflación —tercera cuestión que desvela a la «cadena nacional del odio y del desánimo»—, no aparece como un problema insolucionable. Mas, exige un acuerdo y, de ser necesario, una actitud sancionatoria con los formadores de precios. Ahora bien, la prolongación de una política que rechaza la aplicación de las recetas habituales de la ortodoxia económica, por medio de un equipo que trae un poco de aire fresco al elenco del gobierno, no alcanza por sí sola para solucionar los problemas enunciados y otros más, aunque demuestra que el rumbo fijado desde la Casa Rosada es el correcto. En este momento, los desafíos ya no son como los del año 2003. Todos tienen características diferentes. Y, por esa razón, requieren una pizca mayor de imaginación. Esperemos que los hombres de la presidenta estén a la alt
ura de los acontecimientos. En caso contrario, la mayoría de los argentinos afrontaremos las consecuencias.

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En un presente tan desconcertante como el que nos impacta día a día, el «proyecto» de carácter «popular, nacional y latinoamericano» que es ejecutado por la sociedad argentina y, en su defecto, por el grueso de la misma, desde hace diez años, inicia una nueva etapa. ¿Qué nos espera a la vuelta de la esquina? Nadie puede predecirlo con exactitud. Pero, esa no es una razón para que no sigamos avanzando.

martes, 5 de noviembre de 2013

Una cuestión de fe por Elías Quinteros

UNA CUESTION DE FE

Elías Quinteros

Mi padre, un hombre de una fe poderosa y admirable, consideraba que las personas tenían que esforzarse para conservar su fe en los momentos difíciles de la vida porque esos momentos eran, justamente, los que ponían a prueba la fe de cada uno y demostraban, en definitiva, si la misma era auténtica o no. Y yo —que fui inscripto en el Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires, con el nombre de un profeta que degolló a cuatrocientos cincuenta sacerdotes que contaban con la protección del rey Acab y de la reina Jezabel, tras demostrar ante el pueblo de Israel que Yahveh era más poderoso que Baal; y que fui educado, desde la perspectiva religiosa, en las enseñanzas de Jesús, Pablo, Agustín, Lutero y, por encima de todo, Wesley—; trato de tener presente el pensamiento de mi padre cuando siento que mi fe flaquea. El reconocimiento de esto último no constituye un motivo de vergüenza para mí. Después de todo, dudar es humano. Y, por otra parte, cada uno de los nombrados tuvo sus dudas e, incluso, sus dudas ciclópeas, incontrolables y angustiosas. Ciertamente, yo me encontraba, aunque no lo advertía o no lo quería advertir, en un momento de desconcierto, cansancio e incertidumbre, por el resultado de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias, por la operación de Cristina, por el aniversario de la muerte de Néstor, etc. Pero, la vida, que no deja de sorprendernos, me demostró una vez más que mi padre estaba en lo correcto. En primer lugar, el domingo 27, el Frente para la Victoria tuvo un desempeño más que aceptable en la elección legislativa, para disgusto de los opositores más acérrimos, ya que incrementó el número de sus diputados, aunque no logró imponerse en ninguno de los cinco distritos más importantes, desde el punto de vista electoral. En segundo término, el lunes 28, el equipo de Racing —que había empatado con Colón y Lanús; había perdido con San Lorenzo, Tigre, Arsenal, All Boys, Boca Juniors, Newell's Old Boys, Belgrano de Córdoba, Rafaela, Estudiantes de La Plata y Vélez Sarsfield; y había quedado en el último puesto de la lista de posiciones correspondiente al Torneo Inicial de la Primera A—; derrotó a Godoy Cruz y, con ello, se reencontró con el triunfo. Y, en tercer orden, el martes 29, la Corte Suprema de Justicia de la Nación falló a favor de la constitucionalidad de la Ley N° 26.522 o Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, en la causa caratulada: «Grupo Clarín SA y otros c/ Poder Ejecutivo Nacional y otro s/ acción meramente declarativa».

Desde cualquier ángulo, el tercer hecho fue el más importante. El triunfo de Racing constituyó un motivo de alegría para los partidarios de la «Academia». El triunfo del Frente para la Victoria constituyó un motivo de alegría para los partidarios del gobierno nacional. Mas, el triunfo de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual constituyó un motivo de alegría para los partidarios de la «democracia». Y, aquí, tenemos la obligación de no confundirnos. La sociedad argentina no asistió a la representación de un acto judicial que, por medio de una serie de rituales y tecnicismos, se limitó a traslucir el conflicto que enfrenta a la presidenta con el Grupo Clarín o, dicho de otra manera, que enfrenta al Estado Nacional con el poder económico. Por el contrario, presenció algo que era más trascendente: el desarrollo de la escena más esperada y angustiante de una tragedia que —con el estilo de Shakespeare o, quizás, de Sófocles—, enfrenta a la «democracia» con el «mercado». Quien piensa, tras ver los acontecimientos, que todo se reduce a la existencia de un conflicto entre una mandataria y un grupo económico que trata de defender la libertad de expresión incurre en una equivocación. Y quien estima, a diferencia del caso anterior, que todo se reduce a la existencia de un conflicto entre una mandataria y un grupo económico que trata de conservar su posición dominante dentro del campo de las comunicaciones, sólo percibe el aspecto superficial del asunto. Aunque algunos procuren demostrar lo opuesto, la «democracia» y el «mercado» son dos realidades irreconciliables. Y, por esa razón, el predominio de la primera es incompatible con la existencia del segundo, al igual que el predominio del segundo es incompatible con la existencia de la primera. La «democracia», entendida como una forma de gobierno que refleja una forma de vida, necesita que el Estado, mediante una actitud activa, regule en la medida de lo imprescindible la actividad de la totalidad de los actores, sean económicos o no, para que ninguno quede a merced de otro. En cambio, el «mercado» —a semejanza de sus dos hijas: la «oferta» y la «demanda»—, necesita que el Estado, mediante una actitud activa o pasiva, permita que los actores económicos protagonicen un enfrentamiento permanente y que, en consecuencia, los actores más poderosos, es decir, los que concentran el capital, devoren total o parcialmente a los más débiles. Esto es así porque el «mercado» —efecto directo del crecimiento desproporcionado de la esfera económica, en detrimento de las demás, a raíz de la presencia de un Estado que no impide ese crecimiento, ni evita que el pez más grande se coma al más pequeño—, responde a la ley de la selva. Tal característica lo lleva a reproducir el escenario natural que precedió a la celebración del contrato social, en donde el hombre era el lobo del hombre, según el pensamiento de Hobbes. No en vano, los capitalistas más extremos abogan por la desaparición del Estado o por la existencia de un Estado pequeño y débil. De una manera que resulta paradójica, el capitalismo —que siempre aparece asociado a los adelantos tecnológicos y científicos de los siglos XVIII, XIX y XX—, implica un retroceso, una involución, una vuelta a la época de las cavernas.

El enfrentamiento con un gigante de las comunicaciones o, con más precisión, con un poder real, concreto y enorme, de carácter empresarial, comercial y financiero, que defiende al «mercado» porque sabe que éste le permite actuar con una libertad y una impunidad que no son admitidas en una «democracia verdadera», actualiza los análisis efectuados por Weber, respecto de las organizaciones burocráticas, y por Heidegger, respecto de la comunicación moderna. Asimismo, esta forma de comunicación —que combina, según lo explicado por Forster, lo mejor de la propaganda fascista y de la cinematografía «hollywoodense»; y que procura, según lo manifestado por Zaffaroni, la homogeneización de la diversidad cultural que existe en la Argentina—; atraviesa el campo de la información, el campo de la publicidad y el campo del entretenimiento. Incide directa o indirectamente en los contenidos y en las prácticas de la educación, formando y reformando las mentes, dentro y fuera de los establecimientos educativos, de acuerdo a la conveniencia del momento. Y tritura día a día, con su maquinaria infernal, la vida de los que se someten a su voluntad sin ninguna clase de limitación: seres que venden su alma, como Fausto, el personaje de Goethe; y que están obligados a ocultar su ruindad, como Dorian Gray, el personaje de Wilde. Sin duda, todo lo sucedido desde la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y, con más razón, desde el cuestionamiento judicial de dicha norma por parte del Grupo Clarín, prueba que los defensores de la misma no son unos Quijotes o, dicho de otra manera, unos seres creados por la imaginación de Cervantes que ven un molino y creen que están ante un gigante amenazador. Al contrario, el gigante de esta historia es real. En contraposición con Goliat, que fue vencido por un individuo (David), y con Polifemo, que fue vencido por varios (Ulises y los que integraban su tripulación), éste conoció la derrota por el esfuerzo común de un pueblo, de una sociedad, de un colectivo heterogéneo que tuvo la habilidad necesaria para superar sus diferencias en aras de algo superior.

Probablemente, el fallo no contente a todos. Al fin y al cabo, la derrota infringida a Magnetto, más allá de su contundencia, no equivale a la destrucción total de su poder de fuego. Sin embargo, tal circunstancia no disminuye la importancia de lo logrado. La resolución de la Corte Suprema de Justicia —además de enunciar que el Estado puede regular las comunicaciones audiovisuales con el propósito de favorecer la pluralidad y la diversidad de las expresiones, para que la sociedad pueda tener un abanico informativo que le permita elegir mejor—, reconoce que una «democracia» que pretenda garantizar su existencia y profundizar su contendido se encuentra legitimada para enfrentar al «mercado» con los instrumentos estatales que están a su disposición. Y, al proceder de ese modo, da a entender por medio de un lenguaje «jurídico» que el enfrentamiento con el «mercado» no es un acto que atenta contra la Constitución Nacional, sino que es uno que contribuye a consolidarla. El «mercado», venerado por algunos como si fuese un dios, no constituye algo intocable. No es algo que se encuentra al margen del p
oder estatal, ni al margen del sistema democrático, ni al margen de la voluntad popular. Desde que Moreno teorizó sobre el Estado y, por lo tanto, consideró que éste tenía la obligación de adecuar la economía a las necesidades de la «causa revolucionaria», anticipando en más de un aspecto la política económica del peronismo, la oposición al «mercado» fue vista como una herejía, por los Torquemadas de dicha divinidad: una actitud que convirtió a América en un Auschwitz titánico que, durante cinco siglos, devoró pueblos, grupos e individuos, independientemente de su identidad racial y étnica. En este caso, la condición de «hereje» se superpone con la condición de «bárbaro», según la concepción de Sarmiento. Y, por eso, configura la negación de la condición de «ciudadano», de la condición de «persona física» y de la condición de «ser humano»: negación ventajosa para las fuerzas económicas porque conlleva, a su vez, el desconocimiento de los derechos más elementales. Por fortuna, desde la semana pasada, algo cambió. La «democracia», a pesar de ser imperfecta, superó una prueba decisiva. Indudablemente, mi padre estaba en lo cierto. No debemos perder la fe. Y si lo hacemos, debemos esforzarnos para recuperarla.

viernes, 18 de octubre de 2013

El símbolo por Elías Quinteros

EL SIMBOLO

por Elías Quinteros

En la mañana del martes 8, en la Fundación Favaloro, operaron a Cristina Fernández; a la militante peronista; a la presidenta reelecta de la Nación; a la responsable de los cuarenta millones de seres humanos que viven en la República Argentina; a la viuda del ex presidente Néstor Kirchner; a la amiga del ex presidente venezolano Hugo Chávez; a la estadista que deslumbra en el Mercado Común del Sur (MERCOSUR), la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), el Grupo de los 20 (G-20), y la Organización de las Naciones Unidas (ONU); a la jefa de Estado que habla de igual a igual con el presidente estadounidense Barack Obama, el presidente ruso Vladímir Putin, el presidente chino Xi Jinping, la presidenta brasileña Dilma Rousseff y el papa Francisco; y a la mujer que, por lo expuesto y mucho más, constituye una figura extraordinaria a nivel nacional, regional, continental e, incluso, mundial. Los canallas de siempre —esos que dejan sus madrigueras en forma cotidiana, para esparcir su ponzoña, sin ninguna clase de inhibición—, exteriorizaron nuevamente la «grandeza» que anida en sus almas. Ninguno se privó de nada. Todos exhibieron la «nobleza» de sus pensamientos. Algunos dijeron que la información relacionada con su salud no había sido completa; otros, que la existencia de una «colección subdural crónica» consistía en un invento de su entorno para que no apareciese en la noche del 27 de octubre, tras la realización de los comicios, junto a los candidatos del Frente para la Victoria y, en consecuencia, no afrontase delante de las cámaras de televisión, el costo político de una derrota electoral; otros, que su hematoma, aunque era real, configuraba un recurso político para conmover a la sociedad argentina y, por ende, obtener una cantidad mayor de votos en dicho acto electoral; otros, que la necesidad de efectuar una operación evidenciaba su decadencia física y, con ello, su decadencia política, ya que ambas estaban unidas por una ligazón íntima e inquebrantable; otros, que la imposibilidad de ejercer las atribuciones presidenciales durante el período de recuperación dejaba el futuro de la Nación, en las manos de un hombre tan «incapaz» y «corrupto» como Amado Boudou; otros, que la población debía marchar hacia Plaza de Mayo con el objeto de impedir que el vicepresidente ocupase la Casa Rosada; etc.; etc.; etc.

Al igual que en enero del año pasado, cuando fue operada en el Hospital Austral, por un carcinoma que estaba localizado en su glándula tiroides, muchos anhelaron que la intervención quirúrgica tuviese un desenlace negativo. Desde los que lo disimularon con dificultad hasta los que lo expresaron directamente, el hecho de desear que Cristina Fernández se topase con el peor de los finales, fue la nota característica de algunos políticos, algunos periodistas y algunos ciudadanos comunes. Por lo visto, para algunas personas, ni el deterioro de la salud de un semejante que requiere la intervención de un cirujano y que, por eso, implica la existencia de una cuota de riesgo, posee el poder necesario para apagar o, por lo menos, atenuar el odio que tiene a ese semejante como destinatario. Pero, esto ya no sorprende. Al fin y al cabo, Cristina Fernández, en su rol de presidenta de la Nación, hizo una serie de cosas increíbles e imperdonables, según la apreciación de un sector de la sociedad. No sólo demostró que una mujer puede gobernar a la Argentina con eficiencia, al igual que un hombre, aunque no cuente con el apoyo de su marido. También implementó una serie de decisiones políticas que golpearon fuertemente al modelo neoliberal, desde lo real y desde lo simbólico. Obtuvo el apoyo del electorado en dos oportunidades. Y, en síntesis, revivió cuestiones de género, raza y clase, que estaban latentes en más de un individuo y en más de un grupo, a la espera de un hecho o de un conjunto de hechos que las volviesen a la vida. Tratemos de no mentirnos. Quien vive o quiere vivir de la actividad especulativa, de la producción de materias primas o de la importación de artículos elaborados en el extranjero, no ve con agrado la priorización de la actividad productiva y, en especial, de la actividad productiva que conlleva el desarrollo de las denominadas «tecnologías de punta», con el objeto de ampliar el mercado interno, satisfacer las necesidades «populares» y exportar los excedentes industriales, es decir, los excedentes que presentan una cuota elevada de valor agregado y, por tal motivo, representan un ingreso mayor de divisas. Quien aprovecha las épocas de desocupación e informalidad laboral para conseguir empleados baratos no ve con agrado la mejora de las condiciones laborales de la clase trabajadora. Quien piensa que el gobierno malgasta los recursos públicos al atender los asuntos que están relacionados con la educación, la salud, la vivienda y la ayuda social en general, no ve con agrado las acciones gubernamentales que favorecen al grueso de los habitantes, incluso a los extranjeros. Quien descubre, a pesar del agua que corrió debajo de los puentes, un «comunista», un «zurdo», un «rojo», un «guerrillero», un «terrorista» o un «subversivo», en sus variantes «leninista», «troskista», «stalinista», «maoista», «castrista» o «guevarista», a la vuelta de cada esquina, no ve con agrado la defensa de los derechos humanos, el juzgamiento de los genocidas que integraron la última dictadura, la aceptación de las protestas sociales y políticas desde una perspectiva que excluye la represión policial y la democratización la administración de la justicia. Y quien siente que está a merced de los «negros», los «paraguas», los «bolitas», los «perucas», los «chorros», los «faloperos», los «hippies», los «putos», los «pendejos» o las «minas», entre otros exponentes de las «especies inferiores» que deambulan por el mundo, no ve con agrado las medidas que tienden a la integración de las poblaciones del interior y de los países limítrofes, el respecto de las garantías procesales, la despenalización de la tenencia de estupefacientes para el consumo personal, la consagración del matrimonio igualitario, el reconocimiento de la calidad de electores a los jóvenes de dieciséis años y la equiparación de las mujeres con los hombres en más de un aspecto.

Asimismo, quien advierte que la regulación del comercio exterior le imposibilita la obtención de la totalidad de la ganancia que tiene su origen en la exportación de un producto agropecuario, siente que Cristina Fernández le impide percibir una parte del dinero que representa la consecuencia directa de su inversión y su trabajo. Quien advierte que la regulación de los servicios de comunicación audiovisual le imposibilita el mantenimiento de una posición monopólica u oligopólica, siente que Cristina Fernández le impide ejercer libremente su actividad empresarial. Quien advierte que la regulación del mercado cambiario le imposibilita la adquisición de una suma importante de dólares, siente que Cristina Fernández le impide preservar el valor de su moneda o pasar el período de sus vacaciones en otro país. Y quien advierte que la regulación del servicio doméstico le imposibilita la explotación laboral de su «sirvienta» o su «muchacha», siente que Cristina Fernández le impide conservar la higiene, el orden y el funcionamiento adecuado de su hogar. Ella es la causa de cada uno de los males. Y, en cierto modo, eso es verdad. Su nombre, su imagen y su voz, tres elementos que son parte de nuestra vida cotidiana, están asociados de una manera indisoluble, a un conjunto de intervenciones, discursos y decisiones que modificaron el aspecto de la Argentina, arrancándola de su estado de postración y liberándola, en gran medida, de la condena de su pasado neoliberal. Esa, y no otra, es la razón que explica la cantidad de sentimientos destructivos que la tienen como blanco. Después de todo, con una firmeza admirable y, quizás, con más de un momento de desconcierto, dudas y temores, enfrentó a los que voltearon un gobierno democrático y provocaron la desaparición de miles de personas con la excusa de llenar el «vacío de poder» y defender los «valores occidentales y cristianos». Enfrentó a los que se beneficiaron en más de un sentido, con la actuación delictiva o con la gestión gubernamental de los que procedieron de esa manera. Enfrentó a los que se enriquecieron con el negocio del endeudamiento externo, con el negocio de la privatización de las empresas estatales y con el negocio de la apertura económica. Enfrentó a los que transformaron a las organizaciones políticas, sindicales y sociales en cáscaras vacías que no canalizaban los reclamos de las personas. Y enfrentó a los que recurrieron a los medios de comunicación masiva, como las empresas que editan diarios o revistas, las emisoras de radio, las emisoras de televisión y las redes sociales, con el objeto de salvaguardar sus intereses corporativos. Es verdad. Incurrió en acciones y omisiones que pueden merecer alguna crítica. Sin embargo, la mayoría de los odios no tienen su génesis en las supuestas equivocaciones, sino en los evidentes aciertos.

Hoy, ella es un símbolo. Y, por esta particularidad, su conservación y, del mismo modo, su abatimiento, no resultan inocuos. Quien desea su mal y, además, no oculta dicho deseo, no se conforma con su desaparición de la escena política. Quiere algo más. Sueña con su desaparición del plano simbólico para que el pueblo pueda observar la extinción de la persona que encarna una parte de sus triunfos más notorios. Y, por ende, pueda perder, total o parcialmente, su esperanza, su alegría, su voluntad y su resistencia. La finalidad, consciente o no, consiste en golpear al sujeto histórico que protagonizó las gestas de la última década para que, tras sufrir el debilitamiento y el derrumbe de su espíritu, no pueda oponer ninguna resistencia. Y, por ello, no pueda evitar que el país retorne al pasado o, más específicamente, a la Argentina que terminó en la crisis del año 2001. Esta pretención —la de abatir cada una de las conquistas logradas, a fin de reeditar los tiempos forjados por José Alfredo Martínez de Hoz o por Domingo Felipe Cavallo—, no compatibiliza con la existencia y la vigencia de un símbolo viviente que —aunque se encuentre en un quirófano, soportando los rigores de una operación, o en una sala de terapia intensiva, tratando de recuperarse de tal intervención—, infunde un respeto tan enorme que paraliza a más de un nostálgico de los años neoliberales. Ciertamente, mientras Cristina Fernández respire, piense y establezca los lineamientos del gobierno, aunque no ocupe su despacho, ni intervenga en un acto oficial, ni participe en la campaña electoral, ni emplee la cadena nacional, constituirá, para los que la odian desde un principio, un muro imbatible, un problema irresoluble y un motivo de irritación constante. Ella sola, sin nada más que su presencia, puede convocar a multitudes: a multitudes que la veneran y que la tienen como su referente exclusiva. Nadie puede hacer eso en este momento. Nadie puede reunir más que un puñado de seguidores desalentados. Y nadie puede retener a esos seguidores por mucho tiempo. El campo de la oposición, desde el extremo más progresista hasta el más reaccionario, parece un piso de mosaicos. Y aunque muchos aboguen por una unidad que les permita enfrentar al oficialismo con éxito, todos, tarde o temprano, terminan peleando entre sí, como en un relato hobbesiano.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

NÚMEROS por Elías Quinteros


NÚMEROS

Elías Quinteros

¿Fueron 30.000? ¿Fueron más? ¿Fueron menos? ¿Cuántos fueron con exactitud? ¿Tenemos la posibilidad de establecer su número con precisión? ¿Podemos afirmar que fueron, por ejemplo, 40.000 o 20.000? Y si logramos hacer eso en alguna ocasión, ¿el resultado, realmente, importaría? Lo preguno porque, a semejanza de otros, yo no modificaría mi opinión de la última dictadura si los desaparecidos fueron 47.532 o 24.176. En esta clase de situaciones, la precisión matemática no altera el resultado final. El horror, superado un punto, ya no es cuantificable, ya no es suceptible de ninguna medición. Por eso, el intento de Ceferino Reato para demostrar que el número de desaparecidos no llegó a 30.000, mediante el artículo titulado Hablan de 30.000 desaparecidos y saben que es falso —un texto que apareció el 20 de septiembre, en el matutino La Nación—, carece de sentido. La pretensión de establecer la cantidad exacta es absurda, tan absurda como la pretensión de establecer la cantidad exacta de personas que fueron asesinadas durante el genocidio armenio o durante el genocidio judío. Acaso, en esta clase de sucesos, ¿una rectificación de la cifra final puede agravar o atenuar la responsabilidad de los que intervinieron en ellos como instigadores, autores, cómplices o encubridores? Verdaderamente, ¿algo cambia si los represores desaparecieron a 1.000 personas más o 1.000 personas menos? Sin duda, los que se preocupan por la cantidad de las víctimas, en lugar de hacerlo por su identidad, las deshumanizan. Las convierten en cosas. Las convierten en números. Las convierten en abstracciones, es decir, en realidades inmateriales que, al igual que la cantidad de estrellas que forman la Vía Láctea o la cantidad de insectos que pueblan el mundo, no impactan en la conciencia del hombre común.

Por otra parte, el hecho de comparar a los representantes de una organización de derechos humanos, con los dirigentes de una organización no gubernamental trucha que se alegran cuando la cantidad de pobres se incrementa, porque eso acrecienta los subsidios y el apoyo nacional e internacional, resulta injuriante. A fin de cuentas, ¿quién puede creer que los organismos que defienden los derechos humanos inflaron el número de los desaparecidos? ¿Quién puede creer que sostienen una mentira para no pagar un costo político que puede tender un manto de dudas sobre sus afirmaciones y sus posicionamientos? ¿Y quién puede creer que no se preocupan por la verdad sino por el poder? Sólo la ignorancia, la estupidez y el odio pueden impulsar tal infamia. Aquí, en la Argentina, durante siete años, padecimos una tragedia. Y esto fue así más allá del número exacto de víctimas. O, acaso, ¿vamos a tratar de contabilizar con precisión las personas que murieron durante la represión de la Semana Trágica? ¿O durante la represión de La Forestal? ¿O durante la represión de la Patagonia? ¿O durante el bombardeo de la Plaza de Mayo? ¿O durante los fusilamientos de 1956? Con toda franqueza, no necesitamos practicar esa clase de contabilidad para saber que cada uno de esos hechos representa algo monstruoso.

Tratar de convertir a la obra de una dictadura en una cuestión matemática o, mejor dicho, en una cuestión de precisión matemática, desde un matutino que no procede de un modo similar con los que perdieron la vida durante los sucesos ya aludidos, ni con los que perdieron la vida durante las guerras civiles del siglo XIX por la circunstancia de ser parte del gauchaje, ni con los que perdieron la vida durante la Guerra de la Triple Alianza por la circunstancia de ser parte del pueblo paraguayo, ni con los que perdieron la vida durante la Conquista del Desierto por la circunstancia de ser parte de los pueblos aborígenes, resulta llamativo. Pero, esta peculiaridad desaparece cuando advertimos que todo fue una excusa para hablar de cifras que no son ciertas, de víctimas que no fueron tales y de pagos irregulares de dineros que salen del presupuesto público: cuestiones que no desentonan con una línea periodística que el 27 de mayo, en la editorial denominada 1933, comparó el contexto actual del país con el período de Alemania que se había extendido entre el final de la República de Weimar y el comienzo del Tercer Reich; y que el 2 de septiembre, en la editorial intitulada La tinta no destituye, afirmó que Juan Domingo Perón no había caído por la Revolución Libertadora. La utilización de los desaparecidos y, en especial, de la defensa aparente de los mismos, con el objeto de cuestionar la integridad de los organismos de derechos humanos y, por su intermedio, la gestión del gobierno nacional, exterioriza la naturaleza inescrupulosa de los que emplean el diario fundado por Bartolomé Mitre, para atacar a los organismos que tratan de establecer qué sucedió con esos desaparecidos y al gobierno que, a diferencia de los precedentes, apoya la labor de esos organismos. Dicha actitud habla por sí misma. Y, por ende, no merece mayores comentarios.

lunes, 19 de agosto de 2013

Mística por Elías Quinteros

MÍSTICA
Elías Quinteros

Tras la realización de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias correspondientes a este año y, en especial, tras los resultados arrojados por las mismas, el Frente para la Victoria —de una manera milagrosa o, por lo menos, increíble—, sigue siendo la fuerza política más importante a nivel nacional. Por ese motivo, quienes dicen que esos resultados anticipan la derrota del gobierno en las elecciones de octubre, el inicio de un período de transición a partir de esas elecciones y el final del ciclo kirchnerista en el año 2015 o, quizás, antes de esa fecha, exteriorizan un deseo más que una certeza. Innegablemente, el kirchnerismo obtuvo menos votos que en el año 2011. Sólo consiguió la adhesión de la cuarta parte del electorado. Y perdió en la mayoría de los distritos del país: lo cual incluye a los cinco distritos que tienen la mayor cantidad de votantes. Pero, esto no predetermina nada. Los oficialismos suelen perder una parte de su caudal electoral en las elecciones que no son presidenciales. Los porcentajes obtenidos por los candidatos de la administración nacional, aunque son pobres en algunos casos, no resultan catastróficos. Y los triunfos de la oposición, tomada en su conjunto, corresponden a postulantes que no son capaces de conformar un bloque único y sólido. Esto último es así porque, a pesar de su inverosimilitud, muchos de los que aparecen en estos días, con una sonrisa gardeliana, delante de los fotógrafos y de los camarógrafos que los retratan, sueñan con ser un Enrique Capriles que unifique a la totalidad de la oposición: cuestión que resulta complicada porque ninguno quiere resignar sus pretensiones y, por ello, ninguno logra el apoyo de los demás.

Frente a este panorama, y no obstante los reveses sufridos, el Frente para la Victoria todavía aparece como una unidad que responde a su conductora. Este es un aspecto que no carece de importancia, ni de interés. Muchos de los que hablan como si fuesen presidentes, en lugar de hacerlo como candidatos que deben competir en el mes de octubre por una diputación o una senaduría, pasan por alto que Cristina Fernández todavía es la persona que ejerce el poder real en la Argentina. Quienes proceden de esta forma, alentados por los que integran la cadena nacional del odio y el desánimo, creen con sinceridad que el hecho de decir algo frente a un micrófono o una cámara, de una forma firme y convincente, convierte a lo dicho en una realidad concreta, visible y palpable. Tal actitud, aunque tenga la característica de exhibir su flaqueza con el transcurso del tiempo, posee la suficiente capacidad para cautivar a un sector del electorado, durante el período de su vigencia, consiguiendo que dicho sector vote en contra de los candidatos del gobierno y, lo que es más terrible, en contra de las políticas oficiales. Por eso, en más de un caso, manifesté la necesidad de explicar al hombre común las causas de las acciones y las omisiones gubernamentales. Vinculado a esto, la decisión de discutir las políticas económicas y el modelo de país con los dueños de la pelota, es decir, con los representantes de la banca, la industria y el gremialismo; sin descuidar el modelo de industrialización, la educación universitaria, las políticas de inversión en ciencia y tecnología, y la administración de los recursos de los trabajadores, a fin de favorecer el consumo y reactivar la economía; según lo expresado por la presidenta, en Tecnópolis; es acertada. Mas, el hombre de la calle no está en condiciones de entender por sí mismo, que las conquistas logradas con esfuerzo y perseverancia durante la década ganada, corren el riesgo de desaparecer si la política actual sufre alguna modificación esencial.

Hoy, se debe hablar al pueblo con claridad o con una claridad mayor que la empleada hasta ahora, para que todo no dependa del diálogo con el empresariado y el sindicalismo, y para que el gobierno pueda equilibrar las presiones de esas corporaciones con el poder de las personas que votan y que, si es preciso, ocupan las calles. Soñar con convencer o seducir a los antikirchneristas furiosos no tiene sentido. Sin embargo, renunciar a dialogar, sin ningún dogmatismo, con los que están confundidos, es un error imperdonable. El silencio, la utilización de términos incomprensibles para la mayoría de los habitantes y la mera repetición de consignas partidarias, favorece el discurso de Mauricio Macri, Gabriela Michetti y Patricia Bullrich; el de José Manuel de la Sota, Sergio Massa, Francisco de Narváez y Hugo Moyano; el de Julio Cobos, Oscar Aguad, Elisa Carrió, Ricardo Alfonsín y Margarita Stolbizer; el de Hermes Binner; y, por supuesto, también el de Pino Solanas. En definitiva, se debe entender que la madre de todas las batallas no es política sino cultural y que el escenario de la misma no es la provincia de Buenos Aires sino la totalidad del país. Aquí, repito lo dicho en otras ocasiones. La presidenta de la Nación se encuentra sola. Y, aunque diga hasta el hartazgo que tiene el cuero duro y que, en consecuencia, va a seguir aguantando todo lo que tenga que aguantar, su equipo debe aliviarle la tarea. Ella no puede estar en todo. No puede dedicar cada minuto de su vida a explicar todo a todos. Ni puede resolver personalmente todos los problemas que acontecen a diario.

Cuando Jorge Lanata manifiesta que la posibilidad de tener una transición tranquila o un caos depende de Cristina Fernández; cuando Marcelo Longobardi pide a Dios que nos ayude, si la presidenta realiza una ratificación del rumbo, en lugar de una modificación sensata; y cuando Nelson Castro dice que estamos gobernados por una mujer que no escucha a los demás porque padece el síndrome de Hubris o la enfermedad del poder; podemos percibir sin dificultad la desesperación de los que advierten que los resultados de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias no son inmodificables y, por ende, tratan de convencer a la sociedad argentina de lo contrario con el objeto de forzar el desarrollo de los acontecimientos. En este sentido, la existencia de una oposición —que no es más que un rejunte de candidatos opacos, con aspiraciones presidenciales, que carecen de una proyección nacional—, no favorece los anhelos de los sectores que poseen al Grupo Clarín como mascarón de proa. Sin duda, el kichnerismo puede aprovechar esta situación. Más, no puede confiar esa labor a dirigentes que priorizan sus intereses individuales, ni a militantes que no se destacan por su trabajo territorial o por su capacitación teórica. Una campaña electoral es una empresa seria que exige una planificación responsable; una combinación equilibrada de recursos económicos, materiales y humanos; un proselitismo adecuado; una candidatura creíble, cautivante y ganadora; un discurso convincente; y, por encima de todo, una mística contagiosa e incontenible. De todo esto, la mística es fundamental. Sin ella, los votantes y, en particular, los compañeros pierden la esperanza, la alegría y la vitalidad que posibilita las transformaciones sociales. Aciagamente, en este momento, la mística del kirchnerismo no existe o, para no ser tan tajante y tan dramático, no existe con la intensidad del principio. En cierto modo, es como una hoguera que, aunque continúe ardiendo, ya no irradia la luminosidad y el calor que nos deslumbraban. Por esa razón, espero que Cristina Fernández pueda revivirla a tiempo, para cada uno de nosotros. Sólo ella puede hacerlo. Sólo ella. Nadie más…

martes, 23 de julio de 2013

Carta abierta a Cristina por Elías Quinteros


CARTA ABIERTA A CRISTINA

Elías Quinteros

Cristina, incurro en el atrevimiento de llamarla por su nombre porque usted, al igual que su marido, contribuyó a la interrupción de una costumbre argentina: la de designar a los presidentes de la Nación por su apellido. Antes, las personas decían Perón, Frondizi, Illia, Cámpora y, más recientemente, Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde. Pero, a partir del año 2003, nadie dice Kirchner, sino Néstor. Y nadie dice Fernández o Fernández de Kirchner, sino Cristina. Con toda sinceridad, yo no creo que esto constituya una falta de respeto. Por el contrario, considero que es algo que humaniza la figura del hombre o de la mujer que encabeza el Poder Ejecutivo y que, además, reduce la distancia que existe entre esa figura y el pueblo. En consecuencia, voy a decirle Cristina. Y, como estamos entre peronistas, también voy a decirle compañera. Sin duda, la existencia de una presidenta electa y reelecta como tal, aparte de constituir una novedad, es un hecho que demuestra que las mujeres pueden ejercer con eficiencia los roles que estaban reservados a los hombres: algo que, según mi opinión, desarma con facilidad, precisión y contundencia, más de un argumento sexista y, por ende, discriminatorio. Lamentablemente, algunas exponentes de su género, en lugar de celebrar este acontecimiento, sienten que su permanencia en la Casa Rosada no resulta un motivo de orgullo, sino de vergüenza. Para sorpresa de propios y extraños, no ven un motivo de inspiración y superación, personal y profesional, en la vida de una mujer que llegó a la Casa de Gobierno por el voto popular. Sólo ven, aunque no lo adviertan o no lo digan, la imagen de una mandataria que, al ocupar el nivel más alto de la pirámide institucional, las enfrenta cada día y cada noche, con los prejuicios, los miedos y las frustraciones de una existencia que, en muchos casos, es gris y opaca. Junto a ellas, justificándolas y alentándolas, encontramos a esos hombres que no admiten la idea de estar bajo la autoridad de una pollera porque eso disminuye su hombría y menoscaba su dignidad. Tales individuos no soportan que la República Argentina tenga una presidenta. Mas, elogian hasta el cansancio los caracteres de algunas naciones que despiertan su admiración, sin percibir que las mismas estuvieron o están gobernadas por mujeres.

Ciertamente, compañera, atravesamos momentos complicados. Desde la izquierda o, mejor dicho, desde el sector que suele definirse así, aunque acostumbre codearse con la derecha, cuestionan su presidencia porque consideran que nada cambió, es decir, que todo está como en la época de Carlos Menem. Por su parte, desde la derecha, afirman lo contrario. Y, por esta razón, estiman que transformó a la Argentina en una copia de la Cuba castrista y de la Venezuela chavista: dos naciones que, de acuerdo a su punto de vista, constituyen una muestra irrefutable del mal. Como en los tiempos de Juan Domingo Perón, un extremo del espectro político manifiesta que el gobierno es burgués. El otro dice que es marxista. Y ambos, conjuntamente, sostienen que es fascista: definición que equivale a autoritario, demagógico y populista. En realidad, quienes quieren que usted abra cien frentes de batalla, a los efectos de iniciar y conducir un proceso revolucionario que acabe en forma simultánea, con los explotadores de adentro y de afuera, despreciando lo hecho hasta ahora (reducción de la deuda externa; recuperación de la administración de los fondos previsionales, de Aerolíneas Argentinas y de Yacimientos Petrolíferos Fiscales; regulación de los servicios de comunicación audiovisual; asignación universal por hijo; matrimonio igualitario; etc.); se quejan porque no pueden hacer algo que sea parecido. Y quienes desean que usted deshaga, de un modo voluntario o no, el camino recorrido desde el año 2003, pretenden que el país retorne a los años del neoliberalismo y, por lo tanto, del endeudamiento público, las privatizaciones, el desempleo, la corrupción, la ostentación y la impunidad. Tanto en un supuesto como en el otro, la ausencia de argumentaciones que, por lo menos, resulten sinceras, coherentes e interesantes, sorprende, impacta, desconcierta y, por último, indigna. Por ejemplo, los que dicen que usted licúa diariamente el contenido de la política son los mismos que descalifican sus proyectos legislativos antes de su ingreso en la Cámara de Diputados o en la Cámara de Senadores y, por ende, de su presentación formal en el Congreso de la Nación. Los que dicen que usted condiciona la actuación de los magistrados son los mismos que dificultan o impiden el funcionamiento de la Justicia, con la interposición de recursos procesales y con el dictado de resoluciones judiciales que tienden a proteger los intereses de las corporaciones. Los que dicen que usted impide el ejercicio de la libertad de expresión son los mismos que cuestionan los actos gubernamentales, en cualquier momento del día, desde los medios gráficos, radiales, televisivos y electrónicos, sin sufrir ninguna clase de censura. Y los que dicen que usted dirige una dictadura son los mismos que protestan en la vía pública contra su gestión, cada vez que desean hacerlo, sin que nadie les impida proceder de ese modo.

Cristina, los sectores que se oponen a usted son como los que se oponen a Pepe Mujica, en Uruguay, a Dilma Rousseff, en Brasil, a Evo Morales, en Bolivia, a Rafael Correa, en Ecuador, y a Nicolás Maduro, en Venezuela. Todos tienen aspiraciones y comportamientos similares. Todos cuestionan los modelos económicos que fomentan el incremento de la producción industrial, la multiplicación de los empleos, el aumento de los salarios y la expansión del mercado interno. Todos rechazan la posibilidad de contribuir a la construcción de economías nacionales y, por su intermedio, regionales, que se distingan por su solidez y su autonomía. Todos dicen lo de siempre. Y, por ese motivo, defienden la exportación de materias primas, la importación de productos manufacturados, la especulación financiera, el achicamiento del Estado y el endeudamiento externo. Al pensar en ello, es decir, en algo que no me resulta novedoso, no puedo impedir que la memoria me recuerde que esa clase de ideas promovieron la dictadura cívico-militar que oprimió a la República Argentina desde 1976 a 1983, sostuvieron las presidencias de Carlos Menem y provocaron la crisis del año 2001, evidenciando que eran beneficiosas para unos pocos y, en cambio, perjudiciales para el resto. Desafortunadamente, ésta no es una frase hecha ya que muchas personas sufrieron de una manera indescriptible, cuando dichas ideas imperaron en esta parte del mundo, como las que fueron detenidas en forma ilegal; las que fueron torturadas; las que fueron asesinadas; las que desaparecieron; las que tuvieron que vivir en forma clandestina; las que tuvieron que tomar el camino del exilio; las que tuvieron que callar; las que perdieron su empleo por culpa de los ministros de economía que sirvieron a los militares que ocuparon la Casa de Gobierno o por culpa de los ministros de economía que sirvieron a los civiles que sucedieron a esos militares; las que perdieron su empresa, su comercio o su casa; las que perdieron su familia por cuestiones que tenían su origen en causas socio-económicas; las que perdieron sus sueños; las que perdieron el deseo de vivir; las que fueron reprimidas por las fuerzas policiales que respondían a gobernantes que habían obtenido el voto popular; las que fueron asesinadas en medio de esas represiones; etc.

Tales cosas, aunque parezcan obvias, no deben caer en el olvido. Por eso, compañera, la utilización de la cadena nacional —no sólo para la difusión de la obra de gobierno, sino que también para el sacudimiento de los compatriotas que tienen recuerdos frágiles—, es una medida acertada, tan acertada que los que desean que el pueblo padezca un ataque de amnesia se enfadan cada vez que recurre a ese medio de comunicación. Mas, su labor, según mi humilde parecer, no es suficiente. Necesitamos que otros multipliquen su mensaje. Y, al expresar esto, quiero decir que necesitamos que miles expliquen, expliquen y expliquen, lo que sólo es expuesto por usted y por unos pocos, hasta que la mayoría entienda que los males del presente no son la consecuencia de una catástrofe natural, sino el resultado de las decisiones gubernamentales que fueron tomadas en el pasado, por los individuos que defendían las ideas neoliberales. Cuando nadie explica la ligazón que existe entre las políticas implementadas antes del año 2003 y los aspectos negativos del momento actual, o la ligazón que existe entre estos aspectos y las medidas elaboradas por usted y ejecutadas por los funcionarios que están a su lado, o la ligazón que existe entre estas medidas y las mejoras que se producen día a día, muchas de las personas que se identifican con los fundamentos de un proyecto popular, nacional y latinoamericano terminan siendo víctimas de la confusión. Muchas de las que se oponen a esta clase de proyectos encuentran el ámbito adecuado para el esparcimiento de sus mentiras. Y muchas de las que tienen una postura intermedia son presas fáciles de las que practican el engaño y de las que reproducen los engaños que fueron ideados y lanzados por otras. En este punto, no podemos pasar por alto que los medios de comunicación masiva, los mismos que ocupan el lugar de los partidos de la oposición como consecuencia de la inoperancia de estos últimos, realizan una actividad enorme, constante, abrumadora y despiadada que crea una realidad virtual, es decir, una realidad que, aunque no sea real, es aceptada como tal.

Cristina, las elecciones se aproximan de una manera inexorable. Y, al hacerlo, las dudas de algunos compañeros y de algunos simpatizantes se multiplican y se expanden por el aire. ¿Qué acontecerá en octubre? ¿Asistiremos al triunfo o al fracaso del gobierno? Y, en consecuencia, ¿veremos el incremento o la reducción de los diputados y de los senadores que representan al Frente para la Victoria en el Congreso de la Nación? Y, luego, ¿qué sucederá? ¿Reformaremos la Constitución Nacional? ¿Otorgaremos un rango constitucional a las obras realizadas con el sacrificio del pueblo, durante la década ganada, para que nadie pueda destruirlas en el futuro, mediante una ley o un decreto? ¿Tendremos la oportunidad de reelegirla nuevamente, aunque usted repita y repita que no es eterna? ¿Conservaremos el rumbo actual si usted no está en la Casa Rosa? O, por el contrario, ¿asistiremos a la concreción de una nueva frustración? Seguramente, usted no ignora esto. Después de todo, una de sus cualidades, a menos que esté equivocado, consiste en el hecho de controlar el pulso de la sociedad argentina: una sociedad que tiene la costumbre de sorprender y descolocar a sus mandatarios, con sus cambios repentinos de humor, cuando aquellos no son capaces de anticipar tales cambios, por medio de una observación directa, atenta y constante de la realidad. Quien conoce a sus semejantes y, con más razón, quien los conoce por la circunstancia de gobernarlos, posee una ventaja. Sabe o, por lo menos, intuye qué sienten, qué piensan, qué necesitan y qué desean. Y esta particularidad, de acuerdo a mi opinión, es fundamental en estos instantes. Hoy, muchos ciudadanos necesitan que alguien les recuerde lo realizado por el gobierno desde el año 2003. Pero, otros, en cambio, requieren que alguien les anticipe, aunque sea en líneas generales, lo planeado por la gestión actual para el resto de su mandato. Esta afirmación no quiere decir que ellos no valoren lo hecho hasta ahora. Sólo quiere expresar que ellos necesitan perseguir nuevas utopías, emprender nuevas empresas, vivir nuevas aventuras y levantar nuevas banderas, para estar en condiciones de librar nuevas batallas. O sea, necesitan que el Frente para la Victoria recupere la mística, la épica y, en definitiva, el romanticismo de los tiempos originarios: lo cual no equivale a sugerir la adopción de actitudes irracionales. Quienes apoyamos su gestión creemos en usted. Y, por esa causa, confiamos ampliamente en su criterio. Acatamos sus decisiones aunque no comprendamos el sentido de algunas de ellas. Y aceptamos los candidatos que cuentan con su bendición, más allá de las opiniones que algunos puedan merecernos. Sin embargo, queremos pedirle algo. Queremos pedirle que trate de no incurrir en equivocaciones inexcusables porque usted es la depositaria de nuestras esperanzas, desde que sus palabras y sus actos nos impulsaron a creer, de nuevo, en nuestros sueños.