jueves, 21 de marzo de 2013

El sucesor de Benedicto XVI por Elías Quinteros


EL SUCESOR DE BENEDICTO XVI

Elías Quinteros

La asunción papal de Jorge Mario Bergoglio con el nombre de Francisco, en alusión a San Francisco de Asís, tras su designación como Sumo Pontífice por los miembros del Colegio Cardenalicio —circunstancia que acarrea el liderazgo religioso de la Iglesia Católica Apostólica Romana y el liderazgo político de la Ciudad del Vaticano—, es un hecho histórico por su condición de argentino. Pero, independientemente de tal hecho, algo que alegra y enorgullece a más de un compatriota, debemos preguntarnos si este sacerdote jesuita y latinoamericano de setenta y seis años de edad es la figura adecuada para actuar como el Vicario de Cristo. En verdad, las opiniones están divididas. Algunos lo muestran como un hombre de barrio que es hincha del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, que lleva una vida austera, que viste de una manera sencilla, que utiliza el transporte público, que presta atención a las cuestiones sociales y que tiene una formación teológica y cultural que se destaca por su solidez. Otros, en cambio, lo describen como un ser frío y calculador que medita cada una de sus decisiones, que procede con cautela, que teje su telaraña pacientemente, que libra sus batallas en terrenos y en condiciones favorables y que, incluso, trata a sus enemigos de una manera intolerante y soberbia. Y otros, por su lado, lo presentan como un religioso que desamparó a dos sacerdotes de su orden que fueron secuestrados y torturados durante la última dictadura, por la imprudencia de realizar un trabajo social dentro de una villa. Sin duda, no es un exponente de la Teología de la Liberación. No es un Enrique Angelelli, ni un Carlos Ponce de León, ni un Jaime de Nevares, ni un Jorge Novak, ni un Miguel Hesayne. Es un conservador que cuestionó a Néstor Kirchner y a Cristina Fernández. Coincidió con la oposición y, en particular, con Elisa Carrió, Gabriela Michetti y los represetantes de los sectores ortoxos del peronismo. Y, entre otros asuntos, trató de impedir la sanción de la ley de matrimonio igualitario: aspectos que, de acuerdo a ciertas opiniones, lo convierten en la persona ideal para esconder el polvo debajo de las alfombras del Vaticano.

Sinceramente, intentar predecir sus pasos futuros es una empresa riesgosa. No obstante, nada nos induce a suponer la concreción de modificaciones revolucionarias. La Iglesia Católica es una institución conservadora. La cima de su organización jerárquica tiene la apariencia de una gerontocracia. Y quienes aparecen como sus integrantes se identifican con la derecha o la ultraderecha: división de aguas que transforma a los primeros en los representantes del sector progresista. Sin embargo, aparecer dentro de la estructura eclesiástica como un adalid del progresismo no es lo mismo que serlo. Desde que Karol Józef Wojtyla, con la denominación de Juan Pablo II, emprendió una cruzada contra el comunismo que posibilitó el ingreso del neoliberalismo en la Europa Oriental, la Iglesia Católica adoptó, en líneas generales, una posición reaccionaria que no admite ninguna postura aperturista. Y, por esta razón, adoptó un patrón de conducta que no congenia con una realidad que cuestiona su complacencia con más de un régimen dictatorial y su oposición a la utilización de los métodos anticonceptivos, la existencia de los matrimonios del mismo sexo, la participación de las mujeres en su estructura jerárquica, la eliminación del celibato y la investigación de los casos de pedofilia y corrupción que involucran a un número importante de prelados. Esto que no invalida la existencia de la religión católica, ni las creencias de los que la practican con regularidad—, demuestra que la elección consciente de un papa reformador, por los que pueden ser sus víctimas en el futuro, es una escena que resulta absurda y, por lo tanto, difícil de aceptar.

¿Un pontífice con las características descritas podrá mejorar la imagen de la Iglesia Católica aunque sea mínimamente? ¿Podrá resolver con un criterio que refleje la voluntad de Cristo, la situación generada por los religiosos que están involucrados como autores o encubridores, en casos de corrupción, desfalco o pedofilia? ¿Podrá expandir la dimensión de la feligresía con una prédica y una obra que difundan un mensaje de salvación? ¿Podrá fomentar el diálogo interreligioso en una época que se caracteriza por el resurgimiento de los fundamentalismos? ¿Podrá incidir en el afianzamiento de una paz mundial que se encuentre basada en los principios más elementales de justicia? ¿Podrá contribuir directa o indirectamente al mejoramiento de la situación de los pobres que existen a lo largo y a lo ancho de la tierra? Y, en resumen, ¿podrá reunir el poder necesario para implementar sus ideas, más allá de las que sean, a fin de contrarrestar las intrigas de la curia? Quizás, la categorización de su patria como el «fin del mundo», de acuerdo a lo expuesto por él, no sea una ocurrencia graciosa, sino la exteriorización de una visión eurocéntrica y colonial que ubica a la Argentina y a Latinoamerica en un lugar marginal y, en consecuencia, secundario, que denota una parte de su pensamiento y de su futura actuación.

Al margen de los que no atribuyen ninguna trascendencia a esta cuestión, el encuentro entre la presidenta Cristina Fernández y el sucesor de Benedicto XVI fue más que simbólico. Ambos son argentinos. Ambos son católicos. Ambos tienen un nombre que sobrepasa las fronteras. Ambos constituyen un punto de referencia para millones de personas. Y ambos se conocen bien, tan bien como dos ajedrecistas hábiles, decididos y temibles que se enfrentaron en varias oportunidades. ¿Qué sucederá a partir de ahora? ¿Ambos revivirán, por instantes, la tensa relación que los vinculó en el pasado? Y, en este supuesto, ¿quién se impondrá al otro? Ella no ignora que la base del peronismo es católica. Y él, por su parte, tampoco ignora que la expresión política que concentra la cantidad más grande de católicos es el peronismo. Por lo tanto, ¿ella asumirá una actitud que pueda colocar a más de un peronista en la necesidad de optar por el papa? ¿Y él, a su vez, asumirá una actitud que pueda colocar a más de un católico en la necesidad de optar por la presidenta? Algo es seguro. El catolicismo, en tanto creencia religiosa, y el peronismo, en tanto concreción de conquistas sociales, no son incompatibles, ni están en extremos opuestos. Por eso, quienes pensaron que no iban a verse, que no iban a tratarse o que no iban a conducirse con cortesía, se equivocaron por completo. Lo gestual forma parte de la política. Y, en estos momentos, gestos como los que abundaron en la residencia de Santa Marta, la plaza de San Pedro y el edificio de la Basílica, son parte de la práctica diplomática. Un apretón de manos; un beso en la mejilla; un intercambio de obsequios; un almuerzo privado; un anillo papal de plata dorada, en lugar de uno de oro macizo; un jeep blanco en lugar del papamóvil; un rezo ante la tumba de San Pedro, con los representantes de las iglesias orientales; un primer plano del Espíritu Santo, en el cierre de la transmisión televisiva que cubrió la asunción, la misa y el saludo de las delegaciones; etc., no son sólo eso. Son mensajes codificados que tienen una intencionalidad. Pero, no exageremos. En una institución tan derechizada y tan desprestigiada por escándalos políticos, financieros y sexuales, cualquier gesto de rectificación, incluso, el más leve, puede adquirir la apariencia de un acto revolucionario o, en menor medida, de un acto reformista, aunque el responsable del mismo sea un conservador auténtico y astuto.

sábado, 9 de marzo de 2013

Un hombre extraordinario por Elías Quinteros


UN HOMBRE EXTRAORDINARIO

Elías Quinteros

Hace cuatro días, tras padecer los efectos de un cáncer incurable, Hugo Rafael Chávez Frías, presidente de la República Bolivariana de Venezuela, falleció en la ciudad de Caracas, en el Hospital Militar Carlos Arvelo. Su muerte, a las cuatro y veinticinco de la tarde, no significó la concreción de un hecho sorpresivo, sino el cumplimiento de un final que era temido por muchos. A esa hora fatídica, Morta, la Parca que corta el hilo de la vida humana, dispuso la desaparición física de un hombre extraordinario que fue admirado, respetado y amado por millones de personas. Infaustamente, quienes lloran su partida en estos momentos tan tristes, dolorosos y terribles, no se engañan. Saben que perdieron a un militar valiente, a un revolucionario auténtico, a un político romántico y a un estadista sagaz. Saben que perdieron a un heredero legítmo de Simón Rodríguez, Simón Bolívar y Ezequiel Zamora, que revitalizó las ideas de José Martí. Saben que perdieron a un discipulo aplicado y a un amigo sincero de Fidel Castro: el artífice de la Revolución Cubana. Y saben que perdieron a un luchador inclaudicable que apostó a la unión de las naciones latinoamericanas y a la construcción de la «Patria Grande».

De un modo piadoso, la figura esquelética que porta una guadaña y arrastra un manto oscuro, según las leyendas que aluden a ella, se llevó al lector apasionado que sorprendía con una frase de José de San Martín, Manuel Dorrego, Juan Domingo Perón o Jorge Abelardo Ramos, cuando mantenía un diálogo o una entrevista con un argentino. Se llevó al conversador ingenioso e implacable que denunciaba la moralina de las democracias occidentales. Se llevó al orador infatigable que exteriorizaba el magnetismo de su elocuencia, a través de discursos prolongados y, por instantes, interminables, que cautivaban, conmovían, convencían y motivaban a sus oyentes. Y se llevó al provocador inigualable que podía «carajear» el Area de Libre Comercio de las Américas, en el estadio mundialista de la ciudad de Mar del Plata; que podía aludir al «azufre» dejado por George Bush (hijo), en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas; o que podía obsequiar a Barack Obama, un ejemplar de «Las venas abiertas de América Latina», el libro escrito por Eduardo Galeano, en la Cumbre de las Américas de la ciudad de Puerto España. Su vida, desde el inicio hasta la conclusión de su actividad pública, fue la de un soñador; la de un autodidacta; la de un pedagogo; la de un intrépido que, a semejanza de Néstor Kirchner, enfrentó a los exponentes del neoliberalismo, para mejorar la situación laboral, educativa, sanitaria y habitacional de sus conciudadanos; y, en definitva, la de un antiimperialista que advirtió que el nacionalismo no podía ser verdadero si carecía de un contenido popular y que el socialismo no podía ser viable si carecía de un contenido nacional.

Para algunos, su existencia coincidió perfectamente, por mérito propio, con la de un tirano, con la de un déspota, con la de un dictador, con la de un populista y con la de un enemigo de la prensa y de la Casa Blanca, que aparecía como el «malo de la película», cada vez que tenía un contacto con Muammar Khadafi o con Mahmud Ahmadinejad: algo que no sucedía con los petroleros que negociaban con el líder libio y con el presidente iraní. Pero, para la mayoría de los venezolanos, concordó con la de un héroe. No en vano, intervino en el pronunciamiento militar que trató de derrocar a Carlos Andrés Pérez. Perdió. Conoció la cárcel. Recuperó la libertad. Alcanzó la presidencia de la nación con el voto de los marginados. Modificó la norma constitucional. Obtuvo el favor de las urnas en una infinidad de ocasiones, para sorpresa y disgusto de sus opositores más acérrimos. Y sobrevivió a un golpe cívico-militar y a un paro petrolero que fue histórico en más de un sentido. Cada aspecto trascendente de su derrotero, de ese derrotero fascinate que no estuvo exento de contradicciones y altibajos, poseyó la cuota necesaria de grandeza para instalar su nombre y su apellido en el corazón de su pueblo. Y, por eso, nadie que conserve un poco de cordura puede sostener que sus ojos no contemplaron lo profundo de la tragedia venezolana y, por lo tanto, americana; o que sus manos no se abrieron para ayudar a las naciones del continente, cada vez que éstas requirieron la colaboración de su patria; o que su boca no bregó por la conformación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, por la conformación de la Unión de Naciones Suramericanas y por la conformación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, con el objeto de constituir y consolidar un bloque regional. Sólo un individuo que arrastre ideas muy pequeñas u odios muy grandes puede notar la congoja de Cristina Fernández, José Mujica, Dilma Rousseff, Evo Morales, Rafael Correa y Raúl Castro, es decir, de los representantes de Argentina, Uruguay, Brasil, Bolivia, Ecuador y Cuba, sin entender el por qué de esa aflicción.

Más allá de los comentarios adversos que puedan producirse, la multitud que acompañó el traslado de su féretro, con sus boinas y sus remeras rojas, desde el sitio de su muerte hasta el de su velatorio, la «Casa de los Sueños Azules», exteriorizó la magnitud y la eficacia de su obra reparadora. Los pueblos no son estúpidos, ni olvidadizos, ni desagradecidos. No lamentan la partida de los gobernantes que los oprimieron o los ignoraron. Unicamente, derraman sus lágrimas cuando despiden a los mandatarios que los escucharon, que los comprendieron y que los trataron con justicia. Y él, el «comandante», se comportó de esa forma con su gente. Poco a poco, con aciertos y errores, realizó una revolución pacífica: una revolución que no produjo muertes. Al principio, en los tiempos de Carlos Menem y Fernando Henrique Cardoso, dos capataces del «Consenso de Washington», lo hizo solo. Después, en el ocaso de la era neoliberal, lo efectuó con los presidentes y las presidentas que interpretaron, compartieron y apoyaron sus propuestas. Siempre pensó en los marginados: en los que no podían superar los niveles de la pobreza y de la indigencia, en los que no podían comer con regularidad, en los que no podían atender sus dolencias en un hospital, en los que no podían vivir en una casa digna, en los que no podían estudiar y en los que no podían conseguir un empleo o no podían tener uno mejor.

Su partida y, con ello, su despedida, dejaron al vicepresidente, Nicolás Maduro, al presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, y al ministro de relaciones exteriores, Elías Jaua, con la responsabilidad de preservar la alianza que existe entre las clases populares y las fuerzas armadas, con la de reeditar los triunfos electorales del 7 de octubre y del 16 de diciembre, con la de preservar la continuidad institucional y con la de garantizar la vitalidad del proceso revolucionario. Respecto de esto, todo indica que, como primera medida, los hombres de la Revolución Bolivariana van a embalsamarlo, a imitación de Vladimir Ilich Lenin, Ho Chi Minh, Mao Tse Tung y, más localmente, Eva Perón, para que los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos, tras observar su imagen congelada a través de un cristal, puedan atestiguar que su líder enfrenta con éxito, el paso implacable del tiempo. Sin embargo, él ya no está. Se fue. Se alejó de todos. Se marchó antes de sufrir una derrota, al igual que un Héctor o un Aquiles valeroso, invencible y, por lo dicho, inmortal. Y se llevó su sonrisa, su extroversión, su locuacidad, sus humoradas y sus interpretaciones vocales. Que la paz lo acompañe en su descanso. Que los pueblos lo recuerden. Que los dirigentes lo imiten. Y que Dios, el Todopoderoso, lo reciba en su reino.