martes, 23 de abril de 2013

miércoles, 10 de abril de 2013

Una historia repetida por Elías quinteros


UNA HISTORIA REPETIDA

por Elías Quinteros

Es una historia repetida, tan repetida como las que surgen de las películas gastadas que son emitidas con frecuencia, por los canales de televisión. El clima cambia rápida o lentamente, más allá de la existencia o no de alertas meteorológicos. El cielo adquiere la coloración grisácea o, más bien, plomiza, que precede a las tormentas que quedan en la memoria. La lluvia cae sobre el mundo de los mortales demostrando que la ley de la gravedad continúa vigente. Y el agua, para sorpresa de pocos y sufrimiento de muchos, sube con una velocidad inusitada. Se desplaza por las avenidas y las calles a semejanza de un río indómito que desciende de las montañas. Ingresa en las viviendas y en los comercios. Inunda los sótanos y los garages subterráneos. Arruina todo lo que toca: muebles, electrodomésticos, alimentos, prendas, libros, fotografías, etc. Destroza los automóviles que no pueden resistir su impacto arrastrándolos durante cuadras y cuadras, arrojándolos contra los árboles y las paredes, amontonándolos en forma caprichosa y apilándolos como si fuesen unos juguetes. Y, finalmente, lucha con las personas que tratan de aproximarse a sus hogares o que, en cambio, tratan de alejarse de los mismos, aunque el oleaje potente y traicionero llegue hasta sus cinturas. Nadie sabe qué existe con exactitud debajo de la superficie líquida que se extiende ante sus ojos. Nadie sabe si las calles o las veredas esconden un pozo, un cascote, una madera astillada, un caño roto, un vidrio partido, una chapa oxidada o un cable pelado. Todos aceptan el riesgo de padecer un golpe, tener una herida, contraer una infección o sufrir una electrocución. Y, en consecuencia, caminan, caminan y caminan. A veces, alguien extiende una soga para que la gente que necesita cruzar una calle pueda aferrarse a ella. A veces, alguien saca un gomón o una canoa. Y, a veces, alguien socorre a un semejante que está en apuros, a instantes de transformarse en un camalote que es llevado por la corriente. Pero, por lo común, las mujeres y los hombres se mueven a tientas, sin la ayuda de nadie, con los zapatos en las manos, tratando de no pensar en los troncos, los muros, las marquesinas y los carteles publicitarios que se desploman de tanto en tanto, por culpa del viento. Para peor, las tormentas, cuando son intensas, suelen interrumpir el suministro de la electricidad. O, dicho en criollo, suelen cortar la luz.

 

Cada vez que esto sucede, todo lo que ilumina, obviamente, se apaga. Las máquinas dejan de funcionar. Más de un tren y más de un subterráneo quedan paralizados sobre las vías. Los ascensores se detienen: algo que —además de impedir o, por lo menos, dificultar el desplazamiento de los habitantes de los pisos elevados y, en particular, de los ancianos y los discapacitados—, suele dejar a vecinos y a visitantes atrapados entre dos pisos. Los símbolos de la vida moderna tostadoras, licuadoras, batidoras, hornos a microondas, heladeras con freezer, extractores de aire, lavavajillas, televisores, reproductores de DVD, equipos de música, radiograbadores, computadoras, impresoras, teléfonos inalámbricos, calefactores, aparatos de aire acondicionado, ventiladores de mesa, ventiladores de pie, ventiladores de techo, afeitadoras, secadores de cabellos, lavarropas, secarropas, planchas, aspiradoras, lustradoras e, incluso, teléfonos celulares, notebooks y netbooks, cuando tienen sus baterias descargadas—, resultan inútiles. Y, con ello, reducen la existencia humana al aprovechamiento de la luz del sol, al empleo de la luz de una linterna o de una vela durante la noche y al seguimiento de las noticias por medio de una radio a pilas: esa radio antigua y querida que, por lo general, yace olvidada en lo más profundo de un cajón. El agua no llena los tanques. Por eso, asume el carácter de un bien preciado. La de las ollas que fueron apiladas previsoramente, sobre las hornallas de las cocinas y las superficies de las mesadas; y la de las botellas que fueron adquiridas con anticipación, en un supermecado, un almacén o un quiosco; es para beber; tomar un café, un té o unos mates; preparar una sopa; hervir unos fideos o unos arroces; lavar algunas verduras; o limpiar en forma superficial, los vasos, los platos y los cubiertos, que son utilizados al comer. Por su parte, la que fue conservada en las bañeras y la que fue subida con baldes desde la planta baja, en el caso de los edificios, no es para tomar un baño, ni para lavar la ropa. Es para higienizar la cara y las manos, remojar alguna prenda que resulte imprescindible y, en especial, evitar que los orines y las heces reinen libremente, dentro de los inodoros, ofendiendo la mirada con su imagen y el olfato con su aroma. Si con esto no alcanza, los productos lácteos, las carnes rojas y blancas, los fiambres, las pastas frescas, las verduras y las frutas se pudren. Los remedios que tienen que estar a una temperatura determinada se estropean. La basura se acumula porque nadie la recoge. Y un olor desagradable impregna poco a poco el ambiente.

Cuando la claridad del día se disipa por completo, la oscuridad, un experiencia que siempre resulta más inquietante para las personas que se encuestran acostumbradas a las luces de las zonas urbanas, se convierte en algo absoluto y angustiante. Los vehículos circulan desordenadamente. Los colectivos modifican su recorrido habitual con el propósito de hallar entre las penumbras una vía alternativa que les permita llegar a su destino. Muchos de los que andan por las calles asumen el caracter de espectros, es decir, de sombras que deambulan entre otras sombras. Muchos de los que afrontan las consecuencias de los cortes de luz protestan haciendo piquetes, encendiendo fogatas y golpeando cacerolas. Y muchos de los que piensan que la ausencia de la iluminación nocturna y de las fuerzas policiales crean el escenario adecuado para la concreción de robos y saqueos se mudan a la vivienda de un pariente o, por el contrario, se atrincheran en su hogar con el fin de proteger sus bienes. Con toda sinceridad, nadie puede decir que los temporales constituyen una novedad. Desde hace varios años, su número y su poder destructivo se acrecientan. Y, por ello, asistimos año tras año, a la reproducción de una serie de imágenes devastadoras que son difundidas durante las veinticuatro horas, por los medios televisivos: unos medios que, salvo algunas excepciones, sólo procuran conservar y, si es posible, aumentar la dimensión de su audiencia, con una programación sensacionalista que despierta el morbo y con un discurso solidario que pregona la antipolítica. Esto último, tal como es percibido por más de un observador, tiene un objetivo claro. Tiende a presentar a las organizaciones sociales que canalizan la solidaridad de la población como las monopolizadoras de la honestidad y la eficiencia, en detrimento del gobierno nacional: un gobierno que no emerge como el que trata de suplir la imprevisión de los gobiernos locales, sino como el responsable de la situación que provoca el dolor de la gente, a raiz de su supuesta ineficiencia y su supuesta deshonestidad.

Ya no alcanza, ni remotamente, con la instrumentación de soluciones improvisadas, aunque las mismas sean el resultado de un momento genial de inspiración. La elaboración de pronósticos oportunos que posibiliten la evacuación de las zonas inhundables o la adopción de las acciones políticas que contribuyan a mitigar los efectos de los siniestros es una medida apropiada. Mas, no resulta suficiente. Y el diseño de proyectos híbridos que permitan contener el agua de las crecidas y evacuar el agua de las lluvias no configura, a pesar de sus bondades, una solución a largo plazo. Aquí, la sociedad se halla ante la necesidad de alcanzar, a través de una planificación que contemple la participación ciudadana, un modelo de urbanización que satisfaga los requerimientos de sus integrantes, sin producir efectos devastadores sobre el ambiente y los individuos: desafío que demanda el delineamiento de una forma de vida y, en su defecto, de coexistencia, que fundamente y justifique el esbozo y la implementación de dicho modelo. Tal necesidad plantea una serie de interrogantes. Por ejemplo, ¿debemos priorizar las construcciones bajas o las construcciones altas? ¿Debemos permitir el desarrollo de ambas? Y, en este caso, ¿debemos destinar algunas zonas para las primeras y algunas zonas para las segundas? ¿O debemos permitir que se desarrollen en cualquier parte, sin ninguna clase de limitación? ¿Debemos preservar los espacios verdes que existen en la actualidad? ¿Debemos incrementar su cantidad? ¿Debemos permitir que se reduzca su número o su tamaño? ¿Debemos admitir el asentamiento de personas en sitios que suelen quedar bajo el agua? ¿O junto a basurales? ¿O junto a establecimientos contaminantes? ¿Debemos aumentar la cantidad de los túneles que pasan por debajo de las vías férreas? ¿O debemos soterrar la totalidad de las vías? ¿Debemos permitir que la masa de automotores crezca? ¿O debemos tener más líneas de subterráneos? Y, de ser así, ¿Cómo deben ser? ¿Y por dónde deben pasar? Tales inquietudes no se agotan en sí mismas. Apuntan a una realidad que está más allá de la fisonomía de una zona urbana. Se relacionan con lo más profundo de una comunidad: con sus creencias, con sus valores, con su visión de la vida, con su noción de la muerte, con su manera de ser, etc. Por suerte, en estos tiempos, la mayoría de los argentinos actualizamos una costumbre: la de preguntarnos qué queremos o, expresado de otro modo, qué pretendemos, en tanto individuos, del presente y del futuro. Cuando podamos resolver este enigma y, por lo tanto, podamos conocernos con una intensidad mayor que la actual, podremos establecer con precisión los aspectos relativos a la seguridad de nuestras ciudades. Mientras esto no acontezca, las inundaciones volverán. La historia se repetirá. Y los gobernantes locales continuarán subestimando a la realidad, aunque no vacacionen durante la producción de las tragedias.

martes, 9 de abril de 2013

El Senado de la Nación declara de interes educativo la Cátedra de Pedagogía Latinoamericana

El Senado de la Nación declara de interes educativo la Cátedra de Pedagogía Latinoamericana

Con gran alegría les comunicamos que la Cátedra de Pedagogías Latinoamericanas a cargo de la Licenciada Carla Wainsztok es declarada por el Senado de la Nación de interés educativo. La misma funciona dentro del espacio de formación de Cátedras Abiertas de la Unión de Trabajadores de la Educación.
Felicitaciones tanto para la titular de la Cátedra como a todos los estudiantes, docentes y dirigentes gremiales que han hecho posible el desarrollo y reconocimiento de la misma.
Vamos por ancho camino.