miércoles, 12 de febrero de 2014

Los pedazos de Colón por Elías Quinteros

LOS PEDAZOS DE COLON

Elías Quinteros

Hace un tiempo, al pasar por detrás de la Casa Rosada en un colectivo de la línea «152», un hombre de aspecto severo y, por instantes, marcial, observó el monumento que recuerda a Cristóbal Colón. Comprobó los efectos de su desmantelamiento con una expresión de desagrado. Y, de improviso, sacó su cabeza por la ventanilla que se hallaba a su lado y gritó con la totalidad de su fuerza: «¡Cristina! ¡Hija de p…! ¡Mirá lo que hiciste con el monumento!». Evidentemente, ese «señor» no estaba bien. Después de todo, ninguna persona procede así, a menos que odie a la presidenta con una intensidad tan grande que necesite desahogarse de esa manera, en un transporte público. Tal hecho, que no merece comentarios serios sino risueños, me impulsó a pensar en el monumento que evoca al navegante genovés y, por extensión, en los monumentos, en las estatuas y en los edificios que existen en la zona céntrica de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. A raíz de esto, comprobé que el hombre que quedó en la historia como el descubridor de América, aunque los pueblos asiáticos y los vikingos hubiesen llegado a estas tierras antes que sus carabelas, no miraba hacia el continente americano sino hacia el continente europeo, es decir, hacia la tierra de la «civilización». A diferencia de este marino, Juan de Garay (el fundador de la ciudad), no mira hacia el Océano Atlántico, sino hacia el interior del país y, por ello, hacia la «América profunda», aunque esto no modifique su carácter de conquistador. Al otro lado de la Plaza de Mayo, Julio Argentino Roca, altivo sobre su caballo, avanza por la diagonal que tiene su nombre, desde el sur (escenario de la «Conquista del Desierto» y del genocidio de los pueblos aborígenes que habitaban la «pampa»), hacia el norte (lugar del despacho presidencial), para consolidar el modelo económico y social de una Argentina probritánica y agroexportadora. Pero, delante de la Casa de Gobierno, a metros de su entrada, Manuel Belgrano, tras montar su corcel y levantar su bandera, se interpone entre el general tucumano y el edificio histórico de la Casa, tratando de impedir que el proyecto roquista se imponga sobre el morenista: un proyecto estatista que (al procurar el fomento de la industria local, la protección de la competencia extranjera, la expansión del mercado interno y, en definitiva, el desarrollo de un capitalismo autónomo), anticipaba en más de un sentido el proyecto del peronismo.

Dentro de la plaza, la Pirámide de Mayo (símbolo de la libertad), está aprisionada por un cerco de hierro que fue colocado a su alrededor, para que nadie se acerque a ella. Y fuera de ese espacio histórico que distingue a la ciudad y que, por eso, aparece en más de una postal, hallamos tres edificios que simbolizan el poder político (la Casa de Gobierno, que corresponde a la sede del Poder Ejecutivo Nacional, el Palacio de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que corresponde a la sede del Poder Ejecutivo Porteño, y el Cabildo, que corresponde a la sede del antiguo Ayuntamiento); tres edificios que simbolizan el poder económico (la sede central del Banco de la Nación Argentina, el Ministerio de Economía y Finanzas Públicas y la Administración Federal de Ingresos Públicos); y un edificio que simboliza el poder religioso (la Catedral). Al observar el panorama, desde alguno de los asientos que posibilitan el descanso de los peatones, cualquiera comprende que el diálogo que se produjo el 17 de octubre de 1945, entre el coronel Juan Domingo Perón y los sectores del pueblo que consiguieron su liberación, constituyó una realidad histórica porque alguien levantó la Casa de Gobierno (y, por ende, construyó el famoso balcón), y porque alguien demolió la Recova (y, en consecuencia, permitió la unificación de los dos espacios que existían a cada lado de la misma). Asimismo, desde los citados asientos, cualquiera advierte que el Cabildo (escenario de las deliberaciones del 22 de mayo de 1810 que perdió tres arcos de un lado para permitir el trazado de la Avenida de Mayo y tres arcos del otro para permitir el trazado de la Diagonal Sur), encarna la derrota de los ideales de la Revolución de Mayo frente a los intereses del «progreso y, en consecuencia, de la «civilización».

Buenos Aires, por la particularidad de su ubicación, es una ciudad costera. Esto es innegable. Pero, es una ciudad costera que avanzó sobre el río como si fuese una ciudad de Holanda (un país que no tiene un territorio extenso), y que canalizó los arroyos que desembocan en el mismo (una decisión que transforma a las avenidas y a las calles en canales venecianos cada vez que la población padece los efectos de un temporal). Esta circunstancia (la expansión del ejido urbano sobre el agua, mediante el ardid de volcar toneladas de tierra sobre el lecho del Río de la Plata), trasluce la intención, consciente o no, de alejarse de la «pampa» (cuna de la «barbarie»), y de aproximarse a Europa (cuna de la «civilización»), por parte de una oligarquía que transformó a los paisajes porteños en una copia de los paisajes londinenses, madrileños, parisinos, berlineses y romanos. Como consecuencia de esa actitud, borramos las huellas de la naturaleza y del pasado «colonial». Circundamos las barrancas o, mejor dicho, lo que queda de ellas en el Parque Lezama, el «Bajo», la Plaza San Martín, la Plaza Mitre y, por supuesto, la Plaza Barrancas de Belgrano, con edificaciones que las distanciaron del río. Desaprovechamos la oportunidad de tener una costanera como la montevideana. Y, finalmente, levantamos un conjunto de rascacielos en la zona de Retiro y en la zona de Puerto Madero, en el borde mismo de la ciudad, para que los individuos que los ocupan como propietarios o inquilinos puedan ver más lejos: algo que les permite vislumbrar las capitales europeas o la capital estadounidense, a través de las brumas del horizonte. En otras palabras, reproducimos y multiplicamos el monumento que homenajea a Cristóbal Colón. Pero, lo hicimos con las proporciones del Coloso de Rodas.

De una manera casual y, quizás, caprichosa, la percepción de ese monumento (un monumento desmantelado y, por ello, convertido en un conjunto de pedazos que yacen sobre el suelo), me impulsa a pensar en otros desmantelamientos que se están produciendo aquí, poco a poco, de una manera progresiva e inexorable, como el de la visión «eurocéntrica» de la realidad nacional, el de la concepción «sarmientina» que explica la historia con la fórmula «civilización» y «barbarie», y el de la vigencia imbatible de la «historia oficial» o «historia mitrista». Al igual que el monumento aludido, estas construcciones conceptuales pierden día a día, partes fundamentales de su estructura, por obra de la multiplicación y el fortalecimiento de las interpretaciones «revisionistas» del pasado. Desde este punto de vista, los pedazos de Colón son como los pedazos de esas construcciones que fueron creadas para posibilitar la dominación cultural del país. Y la sustitución de los mismos por una estatua que ensalce a Juana Azurduy constituye el triunfo simbólico de una visión ideológica que destaca la perspectiva nacional y latinoamericana, la caracterización de los pueblos como sujetos de la historia y la participación de la mujer en el campo de lo social y lo político, entre otras cuestiones. En verdad, muchos de los que vierten su llanto por el retiro de un monumento de una belleza innegable (que no fue restaurado en ningún momento a pesar de su estado avanzado de deterioro), intuyen que su reemplazo por uno que esté dedicado a la heroína del Alto Perú es una derrota más para ellos, como la que sufrieron cuando el «Día de la Raza» (12 de octubre), fue transformado por Cristina Fernández, en el «Día del Respeto a la Diversidad Cultural».

sábado, 8 de febrero de 2014

El costo de un contenedor por Elías Quinteros

EL COSTO DE UN «CONTENEDOR»

Elías Quinteros

Les advirtieron que no lo hiciesen. Y, además, les explicaron por qué. Pero, ellos no escucharon las advertencias ni las explicaciones. Y, si las escucharon, no las entendieron. Y, si las entendieron, no las tomaron en serio. Sin descender del pedestal de su soberbia, consideraron que las críticas eran infundadas y malintencionadas. Y, como los rinocerontes, avanzaron sin detenerse por nada. Incluso, consiguieron la venia de la justicia: una justicia que, en algunas ocasiones, no es capaz de ver a unos metros de distancia. Acorde con lo previsto, los resultados confirmaron los vaticinios más funestos. Y, a raíz de esto, miles de chicos quedaron sin la posibilidad de estudiar en las escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires. Evidentemente, a esta altura de los hechos, nadie puede decir que la inscripción «on line» fue un éxito. Y nadie puede decir eso porque el «desastre» generado por su aplicación es tan grande que ningún funcionario porteño puede ocultarlo, disimularlo o defenderlo con una cuota de dignidad. De un modo increíble, miles de criaturas quedaron afuera del sistema educativo aunque la Constitución Nacional, los tratados internacionales que fueron incorporados a ella y la Constitución de la Ciudad definan a la educación como un derecho y confíen al Estado la misión de asegurar su plena vigencia.

Llamativamente, alguien caracterizó al área educativa de la ciudad como una mezcla de impunidad y perversión. Y, al analizar con detenimiento todo lo sucedido, debemos concluir que esa caracterización no resulta exagerada. La circunstancia de jugar con la educación de los niños olvidando que ellos deben ser los «únicos privilegiados» de la sociedad no tiene perdón. Y la circunstancia de colocar a los padres de esos niños al borde de la desesperación carece de una justificación que sea razonable. Aquí, no sólo se cercenó el derecho a la educación. También se coartó el derecho a optar por la educación pública, en lugar de hacerlo por la educación privada. Con la excusa de propender a la modernización de la metodología utilizada para la inscripción de los chicos, se destruyó el orden que existía: un orden que, más allá de sus aspectos cuestionables, cumplía con sus finalidades. En otras palabras, se abrió la caja de Pandora. Se introdujo el caos. Y, en definitiva, se creó un problema de dimensiones inmanejables.

De una manera intempestiva, se sustituyó el trámite tradicional. Y no se hizo eso para convertir a dicho trámite en algo moderno, rápido y cómodo. Por el contrario, se procedió así para despersonalizarlo o, dicho de otra forma, para transformarlo en una realidad distante, árida y fría: propósito que no provoca ninguna sorpresa porque las personas que no son vistas como tales por el Ministerio de Educación de la Ciudad no merecen ser atendidas por seres de carne y hueso. En más de un ámbito público o privado, el empleo de un teléfono o de una computadora para la realización de una diligencia no sustituye la atención personal, sino que aparece como una opción que está al alcance de los individuos que prefieren usar tales medios por una cuestión de comodidad. Mas, los padres de los chicos que pretenden estudiar en los establecimientos públicos de la ciudad son ciudadanos de segunda categoría. Y, por ello, no merecen tener dicha opción. A diferencia de los que envían a sus hijos a establecimientos privados, desde la implementación de la nueva metodología, no tienen derecho a concurrir a una escuela. Ni a conversar con sus autoridades. Ni a efectuar los trámites de la inscripción personalmente. Quienes levantaron las banderas de la «agilización», la «transparencia» y la «despapelización» crearon un sistema que colapsó el día de su inauguración; que desconoció las escuelas elegidas por los padres; que, por ejemplo, pasó por alto que los inscritos en un establecimiento tenían hermanos en el mismo, o provenían del jardín de infantes de al lado, o vivían en las cercanías; que dejó a diecisiete mil niños sin una vacante; y que tuvo que volver a la atención personalizada para resolver los problemas suscitados por el abandono de esa forma de atención. Ahora, los «genios» que generaron esta situación pretenden que los chicos estén encerrados en «contenedores». Pretenden que los padres consideren que dichos «contenedores» son aulas normales. Y pretenden que la sociedad porteña les agradezca los servicios prestados. Por lo visto, la dignidad de los niños y de los docentes no vale mucho: tan sólo el costo de un «contenedor».

jueves, 6 de febrero de 2014

El momento de la revancha por Elías Quinteros

EL MOMENTO DE LA REVANCHA

Elías Quinteros

El problema actual de la Argentina no es económico aunque algunos indicadores sugieran lo contrario. El problema es político. Quienes pujan por el precio del dólar y de las mercaderías no tienen la intención de conformarse con el incremento de su margen de ganancia. Quieren más que eso. Pretenden doblegar al gobierno nacional, mediante la desestabilización general de la economía, a fin de volver a los tiempos del neoliberalismo. Por eso, las medidas técnicas del Palacio de Hacienda que tienden a contener el alza de la divisa estadounidense y de los productos de los supermercados no pueden resolver la cuestión de fondo. Esta cuestión, a raíz de su gravedad, demanda la decisión política de enfrentar dentro del marco democrático a quienes poseen tal pretensión y, por ende, a los partidos políticos, los medios comunicacionales y los sectores de la magistratura, la universidad y la «intelectualidad» que hablan por ellos. Pedir la comprensión de las corporaciones económicas; reprender públicamente a los representantes de las organizaciones sindicales; confiar de un modo desmedido en las organizaciones juveniles; y reunir al «estado mayor», es decir, a los ministros y a los gobernadores para que se limiten a respaldar con su presencia el discurso oficial; no parece el camino más adecuado. Por el contrario, las dificultades del momento exigen el retorno de la mística perdida; la reconstrucción de la alianza política y social que posibilitó los logros kirchneristas; y la recuperación de la «calle» por las masas populares y, en particular, por las agrupaciones sindicales y estudiantiles. ¿Quién puede decir con honestidad que la economía argentina se encuentra al borde del abismo cuando los niveles de producción, empleo, consumo y recaudación demuestran lo opuesto? ¿Quién puede hacer eso cuando los «señores del campo» retienen su producción agraria, cuando el Banco Central conserva unas reservas razonables, cuando las casas de electrodomésticos venden televisiones y aparatos de aire acondicionado a un ritmo vertiginoso y cuando diez millones de personas veranean en los lugares más diversos del país? Sin duda, la economía local no está en un punto óptimo. Pero, tampoco se halla en un nivel desastroso. Por ese motivo, detrás de las críticas de índole económica que son lanzadas contra la Casa Rosada, encontramos a los que pretenden voltear y, en su defecto, sojuzgar a Cristina Fernández.

Frente a un contexto tan delicado, el anhelo de ver un poco de mesura en los empresarios que juntaron la plata con una pala durante la década kirchnerista; y en los sindicalistas que presenciaron el crecimiento del empleo, de los salarios y de las organizaciones que están a su cargo, durante el período señalado; resulta ingenuo y, por instantes, triste; si nuestra mandataria compara a esos empresarios con el escorpión que pica a la rana que lo lleva a través de un río porque tal acto forma parte de su naturaleza; y si, después, cuestiona a esos sindicalistas por la actitud de los trabajadores que esperan una recomposición salarial que acompañe el avance de la inflación. Aquí, debemos efectuar una distinción. No podemos equiparar la «cadena nacional» que convoca a la defensa del «modelo de país» que está vigente, con la «cadena» que «pasa la pelota» al ciudadano común y que, en consecuencia, pretende que éste no compre dólares, no posibilite el aumento de los precios y no desee aumentos salariales que sean elevados. Hoy, la comprensión, el apoyo y la participación de la sociedad son fundamentales. No obstante, eso no significa que el Estado deba permitir que la intervención de la ciudadanía se convierta en un conjunto de acciones improvisadas, desconectadas y, en definitiva, estériles. En esta oportunidad, el gobierno nacional debe actuar con firmeza. O, dicho de otra forma, debe enviar un mensaje claro y contundente para que el desasosiego no se apodere de la población como en el supuesto de la cuestión policial o de la cuestión energética. Al fin y al cabo, el pronunciamiento de las fuerzas provinciales; el acuartelamiento de las mismas; la desprotección de zonas urbanas y rurales; la creación de «zonas liberadas»; la producción de saqueos; la obtención de aumentos salariales de proporciones considerables por parte de los efectivos sublevados; el incremento del consumo eléctrico como consecuencia del calor extremo; la producción de apagones imprevistos, reiterados y prolongados; el descubrimiento de la falta de inversión en las redes de distribución; la ineficiencia en el manejo de la crisis; y la ausencia de sanciones evidentes y ejemplificadoras ante la inconducta de las empresas prestatarias; configuran un «sapo» intragable.

Los que suponen que todo se reduce a lo visible (aumento de la fuga de dólares, aumento de la cotización del dólar oficial, devaluación, retención de la producción agropecuaria, aumento de los precios en general e incumplimiento del acuerdo celebrado con los empresarios), no ven lo oculto. Y, al igual que en otras ocasiones, lo oculto es lo deseado por los sectores que apuestan al fracaso del gobierno aunque eso implique la ruina y la miseria para el grueso de la sociedad argentina. En este punto, la disputa es por el poder real y, además, por el poder simbólico. O sea, los que enfrentan la política gubernamental quieren ganar. Quieren que el triunfo sea completo. Y quieren que todos perciban que ellos son los triunfadores. Por lo visto, no desean que lleguemos con tranquilidad al recambio presidencial. Su intención, más allá de las «cortinas de humo» que aparecen de tanto en tanto, consiste en minar el camino, obstaculizar la marcha y sabotear la gestión, para que el país extinga sus recursos y el pueblo pierda su esperanza y su capacidad de resistencia y lucha. Los plazos se agotan poco a poco. La tregua concertada con las «patronales del campo», tras el conflicto del año 2008, se debilita lentamente. Y los que aceptaron las condiciones de esa tregua con el ánimo de los que aceptan una impertinencia sienten que el momento de la revancha se aproxima. Innegablemente, el gobierno incurrió en más de un error y, en especial, en los últimos meses. Pero, la ciudadanía no puede actuar como si no tuviese una cuota de responsabilidad. Muchos de los que no confían en el peso a pesar de los diez años de estabilidad económica son ciudadanos comunes. Y muchos de los que adquieren productos remarcados, tras protestar por el incremento de los precios, también lo son. Infaustamente, mientras la «gente» (expresión que dice mucho y que, a la vez, no dice nada), descuide su bolsillo, la defensa de la moneda y del ingreso no resultará un trabajo sencillo y liviano.