miércoles, 22 de octubre de 2014

Algo más que un satelite por Elías Quinteros



ALGO MÁS QUE UN SATELITE

Elías Quinteros

16 de octubre de 2014. 18.43 horas. Víspera del «Día de la Lealtad». Víspera del día que recuerda el acto fundacional del peronismo. El satélite de comunicaciones ARSAT-1, diseñado y ensamblado íntegramente en la Argentina, se alejaba de la Tierra iniciando un viaje de treinta y seis mil kilómetros. La obra que había surgido de la mente de los científicos del INVAP, con el propósito de prestar servicios de telefonía, televisión e Internet, ascendía desde la base espacial de Kourou, a cincuenta kilómetros de la ciudad de Cayena, capital de la Guayana Francesa. Sus tres toneladas de peso se elevaban en un cohete Ariane 5, convertidas en una llamarada que encandilaba e hipnotizaba, en pos de un sector del espacio que corresponde a la Argentina por una decisión de la Unión Internacional de Telecomunicaciones. Al contemplarlo, uno sentía, entre otras cosas, que estaba viendo un cometa. Pero, a diferencia de los cometas verdaderos, éste era uno que había aparecido como consecuencia del trabajo intelectual y manual de un grupo de hombres, de un grupo de hombres que había utilizado el fuego de Prometeo para colocar el nombre del país más allá de los límites terrestres. Poco a poco, kilómetro a kilómetro, atravesaba el cielo como un Pegaso moderno. Su imagen emocionaba. Conmovía. No era la de un objeto frío y extraño. En cierto modo, tenía la magia de las estrellas: esa magia indescriptible, irresistible y, además, responsable de la inspiración de más de un poeta. Indudablemente, era hijo de la ciencia y de la tecnología. Mas, ninguno de los observadores incurría en la equivocación de considerar que sólo era una creación tecnológica y científica. Cada uno de sus componentes integraba la totalidad de una idea, de un sueño, de una utopía que ya no poseía el rasgo que la definía como tal, es decir, que ya no poseía su carácter utópico porque configuraba una realidad impactante, indiscutible y, paradójicamente, increíble.

¿Alguien podía decir en ese instante que el satélite no trasladaba una parte de la vida y la historia de los argentinos que lo habían construido y, por supuesto, de los argentinos en general? ¿Alguien podía asegurar que no transportaba en cada una de sus partículas la voz de Carlos Gardel, las pinceladas de Benito Quinquela Martín, las palabras de Roberto Arlt, los versos de Enrique Santos Discépolo, las notas de Atahualpa Yupanqui, los discursos de Eva Perón y los goles de Diego Armando Maradona? ¿Alguien podía garantizar que no llevaba la fragancia de los jazmines que son comprados en la calle, el sabor de la carne que es asada en una parrilla, la imagen del guardapolvo que es planchado por unas manos maternas o el embrujo del beso que es robado con el consentimiento de la damnificada o el damnificado? ¿Y alguien podía afirmar que no cargaba en sus paneles los reflejos de los elementos que enlazan el mundo de la poesía, la religión y la filosofía, con el mundo de la matemática, la física, la química, la astronomía y la ingeniería? Para sorpresa de los que no habían creído en él y para disgusto de los que habían apostado a su fracaso, subía y subía distanciándose de nosotros: los mortales, los que nos arrastramos por el suelo, los que nos elevamos un poco, sólo un poco, con la ayuda de una aeronave. No era un sueño satelital que estaba fuera de órbita, según la opinión de un diario porteño. No era el resultado de una empresa satelital que no funcionaba, según la opinión de un aspirante a la presidencia de la Nación. Ni era una heladera que iba a estar en órbita, según la opinión de otro aspirante a dicho cargo. Por el contrario, era una maravilla del intelecto y, en particular, del intelecto nacional.

Por obra de unos científicos que habían confiado en su país, el espacio recibía un fragmento de la Argentina y, por su intermedio, un fragmento de la «Patria Grande». Sus medidas, cuatro metros de altura y dieciséis metros de longitud, no correspondían a las dimensiones de algo pequeño; sino a las dimensiones de algo grande; de algo que reproducía a una escala menor el tamaño y el poder de un Estado que se extiende desde la Quebrada de Humahuaca hasta el Polo Sur. A despecho de las cuestiones terrenales, el ARSAT-1 se adentraba en la morada de las estrellas, de las constelaciones, de los antiguos dioses, trazando un sendero de fuego. Y, mientras eso se desarrollaba de acuerdo a los cálculos elaborados al respecto, algunos permanecían inmóviles y silenciosos. Otros contenían la respiración. Otros lloraban. Y otros aplaudían. Con lentitud, ante una multiplicidad de miradas, esa antorcha que atraía la atención de todos se alejaba. Se empequeñecía. Y se convertía en una luz que titilaba, que se apagaba, que desaparecía gradualmente en medio de la oscuridad y que se fundía de una manera progresiva con el universo: con un universo que constituía el testigo privilegiado de su triunfo.