martes, 22 de abril de 2014

Un proyecto llamativo por Elías Quinteros


UN PROYECTO LLAMATIVO

Elías Quinteros

¿Un acuartelamiento de policías que deja a la población sin una protección adecuada y que, por lo tanto, crea «zonas liberadas» que favorecen la comisión de delitos, perjudica a los ciudadanos honestos que quedan a merced de los delincuentes? Sí. ¿Un paro de docentes que dura diecisiete días y que, por lo tanto, retrasa el inicio del ciclo lectivo durante ese período de tiempo, perjudica a los chicos y a los jóvenes que pretenden obtener los beneficios de la educación? Sí. ¿Un grupo de piqueteros que obstruye una avenida o un puente y que, por lo tanto, impide la circulación de los vehículos públicos y privados que tratan de pasar por ese puente o esa avenida, perjudica a las personas que se desplazan en tales vehículos? Sí. ¿Y un paro de camioneros, colectiveros y ferroviarios que paraliza el transporte y que, por lo tanto, deja a millones de individuos sin la posibilidad de viajar, perjudica a las mujeres y a los hombres que no pueden realizar sus tareas cotidianas a raíz de dicha medida gremial? Sí. En la totalidad de los casos citados, la respuesta es más que obvia. Y esto es así porque los inconvenientes que derivan de tales sucesos originan más de una incomodidad: algo que alimenta el discurso de algunos que representan a la derecha y que, por lo visto, altera el ánimo de algunos que pertenecen al oficialismo. Dicha inquietud es comprensible. No vamos a negarlo. Sin embargo, la misma no justifica que los exponentes de un gobierno que enfrentó el discurso de la derecha y que, en consecuencia, pagó un precio elevado por hacerlo, recurra a tal discurso con la intención de captar el apoyo de algunos sectores de la sociedad argentina. Bajar las banderas que flamearon durante una década, en más de una lid política, con el propósito de levantar las del adversario, equivale a reconocer la legitimidad y la primacía de las segundas. Por otro lado, suponer que el gobierno nacional puede cautivar a los sectores de la derecha argentina que lo cuestionan desde el año 2003, con el recurso de reivindicar algunas de sus ideas más características, es ingenuo. Al fin y al cabo, nadie elige una copia si puede tener el original. Desde este ángulo, la presentación de un proyecto de ley con la intención de regular la protesta social, por parte de varios legisladores del oficialismo, es decir, de una gestión que soportó la realización de piquetes, huelgas, manifestaciones y protestas, en momentos más delicados y complejos que los actuales, resulta, por lo menos, llamativo.

Según el proyecto en cuestión (un proyecto denominado «Ley de Convivencia en Manifestaciones Públicas», que procura garantizar la libertad de expresión, el derecho de reunión, el derecho de petición, el uso del espacio público, la libre circulación y la integridad física de las personas, durante el desarrollo de manifestaciones), una manifestación pública es legítima cuando no impide el funcionamiento normal de los servicios públicos y, en especial, de los servicios públicos relacionados con la educación, la seguridad y la salud públicas; cuando no impide la circulación de las personas y de los vehículos en una dirección determinada; cuando permite la circulación de grupos vulnerables, como niños, adultos mayores, discapacitados y enfermos, entre otros; cuando está compuesta por manifestantes que no cometen los delitos previstos por el Código Penal; y cuando es notificada en los términos previstos por el propio proyecto. Tal definición presenta más de un problema. Así, el cumplimiento del primer requisito (que no impida el funcionamiento normal de los servicios públicos), resulta imposible porque el funcionamiento normal de estos servicios requiere que la totalidad de las personas que los prestan, a excepción de las que están eximidas de brindarlos por una causa legal, desarrollen sus tareas habituales: lo cual impide la realización de cualquier manifestación. Seguramente, estamos ante un error de redacción. Y, por eso, creemos que el proyecto apunta, en realidad, a garantizar un funcionamiento mínimo de los servicios ya mencionados. Pero, ¿cómo cuantificamos ese mínimo? ¿Podemos decir que está garantizado con la mitad o con la cuarta parte de los maestros de una escuela, de los médicos de un hospital o de los maquinistas de un ferrocarril? ¿Podemos decir que está garantizado con la presencia de la maestra de primer grado, aunque esté ausente la maestra de segundo; o con la presencia del especialista en gastroenterología, aunque esté ausente el especialista en traumatología? ¿Podemos establecer una especie de «guardia» en las escuelas, a semejanza de las que existen en los hospitales? ¿El sistema educativo admite eso? Y, por otra parte, ¿podemos considerar a la educación como un servicio público, cuando la misma no recibe tal calificación en la normativa laboral de carácter internacional que es aceptada por la Argentina?

La situación prevista en el segundo requisito (que no impida la circulación de las personas y de los vehículos en una dirección determinada), comprende a la prevista en el tercero (que permita la circulación de grupos vulnerables). Por ende, este último resulta innecesario. Después de todo, la circunstancia de contemplar la circulación de grupos que aparecen como vulnerables sólo tiene sentido en el supuesto de una manifestación que impida la circulación en forma absoluta: lo cual no está autorizado por el proyecto. Asimismo, la cuestión de la libertad de circulación afecta, paradójicamente, al propio gobierno, ya que las manifestaciones que apoyan su gestión suelen ocupar más de una arteria: lo cual imposibilita en forma total el desplazamiento de las personas y de los vehículos. El cuarto requisito (que esté compuesta por manifestantes que no cometan los delitos previstos por el Código Penal), alude a conductas que justifican la intervención policial, independientemente de su mención o no en el proyecto, porque ya están prohibidas por dicho Código. No dice nada respecto de los delitos que no se encuentran contemplados en ese cuerpo legal, sino en las leyes penales que lo complementan: otra desprolijidad jurídica que resulta desconcertante. Y, por otra parte, no especifica si se refiere a la totalidad de los manifestantes o si sólo se refiere una porción de los mismos. Es decir, ¿diez manifestantes que incurren en una conducta delictiva pueden invalidar la legalidad de una manifestación de miles? Finalmente, la ejecución de lo estipulado como quinto requisito (que sea notificada en los términos previstos en el propio proyecto), demanda que la notificación en cuestión sea hecha con una antelación no menor a las cuarenta y ocho horas. Más de uno puede sostener que la existencia de este presupuesto es razonable. Sin embargo, ¿alguien supone en verdad que el gobierno nacional va a hacer algo si los «caceroleros» o si los camioneros de Hugo Moyano llenan la Avenida de Mayo sin cumplir con el requisito de la notificación?

De la misma forma, el proyecto establece que las fuerzas de seguridad no pueden disolver una manifestación sin la realización previa de una mediación por parte del personal civil del Ministerio de Seguridad: disposición que constituye una medida atinada. No obstante, la imposibilidad de efectuar tal mediación por más de dos horas, a menos que un juez o un funcionario del Ministerio Público esté presente y disponga lo contrario, no tiene en cuenta la duración real de algunas negociaciones. Por fortuna, algunas estipulaciones relativas al personal de seguridad (que debe estar identificado en forma adecuada, que debe proceder de acuerdo a la normativa legal, que debe priorizar las instancias de diálogo, que no debe portar armas de fuego si está en contacto directo con los manifestantes, que debe guardar una distancia prudencial si las porta y que no debe disparar contra los manifestantes, en forma directa, con ninguna clase de arma), reafirma la política implementada por el kirchnerismo, desde el inicio de su mandato, en lo relacionado con la no criminalización de la protesta social. Teniendo esto en cuenta, alguno puede opinar que no debemos preocuparnos porque el proyecto sólo apunta a los que participan en un piquete. Pero, ¿un piquete o un grupo de piquetes puede impedir el funcionamiento de los servicios que están relacionados con la educación, la seguridad o la salud, de un modo tan espectacular que justifique la presentación de esta clase de proyectos? Y, si eso es posible, ¿cómo puede hacerlo? Acaso, ¿puede impedir el paso de la totalidad, de la mayoría o de una parte importante de los docentes, los policías o los médicos? O, directamente, ¿debemos suponer que, en algunos casos, puede albergar la intención de interrumpir la circulación que se da en el interior de una escuela, una comisaría o un hospital? Ciertamente, esa parte del proyecto no tiene en mente a los piqueteros, sino a los que tienen a su cargo los servicios aludidos. La pretensión de meter en una bolsa común, a docentes, policías, médicos, camioneros, colectiveros, maquinistas ferroviarios, militantes de izquierda, etc., revela la existencia de una preocupación: la de perder el control de la calle. Mas, quienes están afligidos por esto deben recordar que el gobierno no enfrentó las movilizaciones de Juan Carlos Blumberg, ni los piquetes de las patronales agropecuarias, ni los «cacerolazos» de los opositores, con leyes que pretendían aplicarles algún tipo de regulación. Toleró cada uno de esos embates. Resistió. Releyó la realidad. Y procedió en consecuencia. Por eso, tratar de cambiar ahora y, además, tratar de hacerlo de esta manera, plantea más de un riesgo.

sábado, 12 de abril de 2014

La parte visible del tempano por Elías Quinteros


LA PARTE VISIBLE DEL TEMPANO

Elías Quinteros

Tratar de establecer si el paro declarado por Hugo Moyano y por sus aliados circunstanciales, en un momento de iluminación divina que prescindió de la opinión de las mayorías, estuvo motivado por fines políticos o por fines sindicales, no tiene sentido porque todo paro, más allá del reclamo sindical que lo impulsa, es político. Por lo tanto, en lugar de discutir respecto de algo que resulta obvio, debemos analizar desde una perspectiva política, si el paro en cuestión fue razonable o no. En principio, el paro no fue un paro general, es decir, un paro realizado por el universo de las organizaciones sindicales del país. Por el contrario, fue una medida adoptada por un grupo de sindicatos que —aunque tengan la pretensión y, a la vez, la ilusión de ser considerados como los integrantes de tres confederaciones generales—, sólo representan a una parte de los trabajadores. Innegablemente, quien controla el transporte puede impedir o dificultar en grado extremo el funcionamiento normal de la sociedad. Pero, quien tiene tal poder no debe interpretar que la deserción laboral implicó una adhesión a la medida decretada. A todas luces, el paro fue contra el gobierno y, en particular, contra un gobierno democrático que no se caracteriza por tomar decisiones que perjudican a los obreros, con el fin evidente de debilitarlo. Por ello, sus responsables no se diferenciaron de los que especularon con la cotización del dólar hace un tiempo, ni de los que forzaron la devaluación del peso, ni de los que elevaron el nivel de los precios, ni de los que justificaron los linchamientos que se produjeron en los últimos días. De una manera irrebatible, tomaron la posta de los que no pudieron doblegar a Cristina Fernández con los votos, ni con las campañas mediáticas, ni con los cacerolazos, ni con los movimientos financieros que trataron de generar más de una «corrida».

¿Podemos decir que todos los involucrados tienen algo en común? Por supuesto. Todos están en contra del gobierno nacional por una razón u otra. Y todos, sin excepción, son despreciados por muchos de los que se benefician con su accionar. Al fin y al cabo, quien piensa que un sindicalista es un bruto, un patotero y un delincuente que habla mal, roba bien y altera la vida de la gente «normal» con paros y movilizaciones, no siente que el camionero Hugo Moyano, el gastronómico Luis Barrionuevo y el estatal Pablo Micheli, constituyan la excepción. Asimismo, quien piensa que un militante de la izquierda es un vago, un revoltoso y un indeseable que oculta su rostro, agrede a la policía, atenta contra la propiedad y altera la vida de la gente «normal» con piquetes y protestas, no cree que los representantes del Partido Obrero, el Partido de los Trabajadores Socialistas, la Izquierda Socialista, el Movimiento Barrios de Pie y la Corriente Clasista y Combativa, sean diferentes. En otras palabras, los consideran un mal necesario: un mal que puede tener éxito en donde ellos fracasaron. Por ende, ver a sindicalistas y a militantes de la izquierda favoreciendo los intereses de los que convirtieron a los argentinos en trabajadores precarizados o, directamente, en desocupados, llena de desconcierto y espanto. Acaso, ¿el deseo o la necesidad de golpear a un gobierno para demostrar que existen y que son fuertes justifica la entrega de sus banderas más preciadas? Sin duda, no estamos ante los defensores de la clase trabajadora, ni ante los defensores del proletariado.

Ayer, asistimos a la consumación de un acto muy ilustrativo. Y gracias al mismo, percibimos con nitidez que unos pocos pueden condicionar la vida de muchos, durante unas horas. Esa exhibición de fuerza que, paradójicamente, exteriorizó lo contrario, dejó al desnudo la soledad de los que suponen que pueden imponer su voluntad de un modo caprichoso y autoritario a la totalidad de un país. Quienes atesoran tal suposición pueden estar satisfechos. Cumplieron su objetivo. Y lo cumplieron con plenitud. Coartaron la libertad de millones de personas, de millones de personas que no pudieron ejercer su derecho a transitar, ni su derecho a trabajar, ni su derecho a estudiar, ni su derecho a hacer todo lo que no está prohibido por la ley. Seguramente, recibieron más de una felicitación. Después de todo, más de uno espera que Cristina Fernández no termine su mandato o que no lo termine con la fortaleza necesaria para evitar un triunfo de la oposición o de una línea del peronismo que no constituya una prolongación de su gestión. Por esa razón, no debemos quedarnos con la imagen de la parte visible del témpano. El peligro no está en unos exponentes del sindicalismo o de la izquierda que disputan una cuota de poder. Tampoco está en los que los apoyan en forma abierta y pública. El peligro radica en los que esquivan la luz del día; en los que se esconden en las sombras; en los que se ocultan detrás de Mauricio Macri, Sergio Massa o Hermes Binner; e, incluso, en algunos de los que merodean a Cristina Fernández.

Nada está asegurado. Todo lo ganado desde el año 2003, por obra de la administración kirchnerista, puede padecer algún tipo de menoscabo. Pero, también puede adquirir una solidez mayor si lo defendemos en la forma adecuada. Ese es el desafío. Quienes están detrás de los Moyanos, los Barrionuevos y los Michelis o, expresado de otra manera, quienes configuran la parte del témpano que se encuentra debajo del agua, lo saben. El paro de ayer no fue más que eso: un paro. Y el éxito relativo del mismo fue el resultado de dos hechos puntuales: la interrupción del transporte público por parte de un sindicalismo que decidió servir a los poderes concentrados, y la realización de piquetes por parte de una izquierda que decidió favorecer al sindicalismo opositor. Acertadamente, Jorge Capitanich, el Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación, definió a la medida de fuerza como «un gran piquete nacional con paro de transporte». Y, al definirla así, le otorgó su dimensión exacta. Aunque sus promotores pretendan demostrar lo opuesto, el paro no estuvo a la altura de las acciones sindicales que acontecieron durante las presidencias de Ricardo Alfonsín, Carlos Menem o Fernando de la Rúa. No tuvo la magnitud, ni la legitimidad, ni la épica, de esas epopeyas que ennoblecieron la historia del sindicalismo argentino. Con toda franqueza, fue la acción de un grupo de personajes devaluados, de personajes que buscan con desesperación un lugar bajo el sol y que no pueden disimular la incomodidad que lo embarga cada vez que la necesidad los obliga a aparecer en público, como algo compacto y coherente.

jueves, 3 de abril de 2014

Una acción injustificable por Elías Quinteros

UNA ACCION INJUSTIFICABLE

Elías Quinteros

La muerte de un joven de dieciocho años en la ciudad de Rosario, por obra de un grupo de vecinos que lo golpearon brutalmente, tras considerar que había robado la cartera de una mujer; y la producción de una serie de hechos similares que, afortunadamente, no tuvieron el mismo final; constituyen un motivo de preocupación. Según la Real Academia Española, la palabra linchamiento significa “acción de linchar” y la palabra linchar, a su vez, significa “ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo” (http://www.rae.es). Justamente, la configuración de un linchamiento requiere la conjunción de tres elementos: la ejecución de una o varias personas, la ausencia de un proceso legal y la realización de esa acción por una multitud o, mejor dicho, por una turba, es decir, por una “muchedumbre de gente confusa y desordenada” (http://www.rae.es). La acción de linchar a alguien que es responsable de un delito o que aparece como responsable del mismo constituye una acción ilegal. Y esa ilegalidad es manifiesta. Por ello, Eugenio Zaffaroni, uno de los ministros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, dijo con relación a los linchamientos: “No se trata de ajusticiamientos, sino de homicidios calificados”. Y, después, agregó: “Una cosa es detener al sujeto y ejercer cierta violencia para retenerlo, y otra es matar a patadas a una persona” (“Son homicidios calificados”, Página/12, 02/04/2014). Quienes justifican a los responsables de un linchamiento apoyan la comisión de un delito y, con más precisión, la comisión de un homicidio por unos individuos que procedieron cobardemente. Al fin y al cabo, no podemos exhibir como un ejemplo de valentía a unos individuos que, amparados en su número, agreden a uno solo. Eso no distingue a un hombre verdadero. Eso no caracteriza a un individuo que tiene códigos. Sin duda, la inseguridad es un problema: un problema que afecta a muchas personas. Pero, ¿el hombre que intervino en un linchamiento puede comentar su hazaña en público, frente a conocidos y desconocidos, sin experimentar un poco de vergüenza?

Las producciones cinematográficas y, en particular, las producciones cinematográficas de los Estados Unidos, alimentan la fantasía de millones de personas, desde hace un siglo, con personajes que se destacan por su valentía. Sin embargo, los personajes interpretados, entre otros ejemplos, por Clint Eastwood, Chuck Norris, Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Steven Seagal y Bruce Willis, nunca aparecen como los componentes de una turba. Por el contrario, ellos son los que enfrentan a muchos. Ellos son los que demuestran o tratan de demostrar que uno solo puede vencer a los que se amparan en el número. Y al proceder de esa manera, reproducen el comportamiento que diferencia a los valientes, desde los tiempos del Antiguo Testamento y la Ilíada. Desde esos tiempos, la valentía está en luchar con un adversario o un enemigo, en igualdad de condiciones; y, con más razón, en luchar con un adversario o un enemigo que es más fuerte o más numeroso. ¿Alguien puede imaginar a Martín Fierro como integrante de una banda de forajidos? ¿Alguien puede imaginar a un malevo como integrante de una patota? Al igual que en las historias de los caballeros medievales, la valentía no radica en el dragón sino en el caballero. Por este motivo, el que participa en un linchamiento es un cobarde. No es un David que enfrenta a un Goliat. Tampoco es un Aquiles que enfrenta a un Héctor. Sólo es como los perros que persiguen a una liebre.

Algunos dicen que esto sucede por la ausencia del Estado. Y algunos de los que dicen esto integran el Estado o están en contra del mismo. Paradójicamente, muchas personas que reclaman la presencia de un Estado fuerte votan a candidatos que proponen achicar el Estado o, dicho de otra forma, que pretenden reducir los recursos que tienen la finalidad del reducir la inseguridad. Asimismo, muchas que piden la aplicación de la mano dura insisten con esa clase de solicitud aunque perciban las consecuencias de la tolerancia cero y el gatillo fácil. Quienes se conducen así no ven que el derecho a la vida y el derecho a la integridad física valen más que el derecho a la propiedad; ni que el índice de criminalidad que existe en la Argentina es menor que el que existe en otras naciones; ni que la posibilidad de morir por obra de un pariente, un amigo o un conocido, es mayor que las de morir por un extraño que trata de robarnos. En más de un caso, el relato de los políticos que reiteran las propuestas de la derecha, de los periodistas que practican el sensacionalismo más descarado y de los individuos que padecen los efectos de una inseguridad real, pesan más que la razón. Y esto es comprensible. No podemos pretender que la racionalidad impere en lugar de la irracionalidad, cuando la realidad nos muestra diariamente que convivimos con funcionarios, jueces y policías que, en más de un supuesto, no tienen la honestidad, ni la idoneidad, ni la infraestructura necesarias para enfrentar con éxito a la delincuencia. Por desgracia, mientras más de un semejante, independientemente de lo hecho por el gobierno hasta ahora, no pueda vivir con un mínimo de dignidad; ni pueda estar tranquilo en una calle, en un medio de transporte público, en un comercio o en una vivienda; ni pueda usufructuar los beneficio de una educación que elimine o que, por lo menos, reduzca una parte de sus prejuicios; el temor evitará el predominio de la sensatez. Un linchamiento no soluciona nada. Sólo convierte a una víctima del miedo en una asesina. Mas, esto carece de importancia para los que confunden un linchamiento con una paliza. Y, en consecuencia, adornan la portada de un diario con el siguiente titular: “Hubo otros cinco casos de palizas de vecinos a ladrones” (Clarín, 02/04/2014).

Programa de la materia de Pedagogía de la Carrera de Sociología UBA

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