jueves, 29 de mayo de 2014

Las causas de una celebración por Elías Quinteros




LAS CAUSAS DE UNA CELEBRACION

por Elías Quinteros

¿Por qué celebramos el «25 de Mayo»? ¿Por qué lo hacemos? Indudablemente, no lo hacemos para cumplir una obligación legal o una obligación moral. Ni lo hacemos para preservar una tradición. Ni lo hacemos para ejecutar un rito gastado que no dice nada o que no dice mucho. Lo hacemos porque lo deseamos. Y lo deseamos porque, a diferencia de algunos compatriotas, estamos orgullosos de la Argentina: una nación que empezó a gestarse como tal, hace doscientos cuatro años, a raíz del pensamiento y de la obra de unos revolucionarios que fueron como nosotros, es decir, que tuvieron nuestros sueños, nuestras pasiones y nuestras preocupaciones. Aunque más de uno no lo entienda, la razón de nuestro orgullo es legítima. Nosotros no pertenecemos al grupo de los que sienten que viven en un «país de m…». Por el contrario, sentimos que vivimos en una nación que mejora día a día, a pesar de los problemas que la afligen. No somos ingenuos. Sabemos que necesitaremos años y años de sacrificios para reconstruir una sociedad que fue arrasada durante más de dos décadas. Pero, hablemos con sinceridad. Muchos que no comían, que no estudiaban o que no trabajaban en el pasado reciente, comen, estudian y trabajan. Muchos que no tenían ni un centavo en los tiempos del menemismo disponen del dinero necesario para cubrir los costos de un colegio privado, los servicios de una empresa de medicina prepaga, los gastos de unas vacaciones, las mensualidades de un alquiler o las cuotas de un electrodoméstico, un automóvil o una vivienda. Y muchos que no creían en el futuro efectúan proyectos para el mediano o el largo plazo.

La circunstancia de vivir en una nación que estuvo cerca de padecer el mal de la «balcanización», con millones de personas que recobraron la esperanza, configura un motivo de alegría generalizada y, por lo tanto, de celebración masiva. Y la posibilidad de tener un futuro mejor, no obstante las nubes que aparecen en el horizonte, no sólo nos revela la existencia de una apuesta a favor de la vida. También nos dice que nos parecemos a los revolucionarios de 1810 porque disponemos de una variedad increíble de posibilidades. Quienes no ven esto y, por ende, no advierten que tenemos la oportunidad histórica de reanudar y, quizás, concluir la labor que fue iniciada hace dos siglos, no pueden comprender, ni aceptar, ni compartir nuestra alegría. Para ellos, somos unos bichos raros. El feriado que recuerda la Revolución de Mayo —independientemente de su coincidencia o no, con un sábado o un domingo—, fue creado —según su parecer—, para que durmamos hasta la mitad de la mañana; para que descansemos; para que veamos el tradicional Tedeum y el tradicional desfile por la televisión; para que pasemos el día con la familia; para que degustemos unos pastelitos de membrillo o batata, con unos mates amargos o dulces; un asado a la parrilla, unas empanadas, un locro, una carbonada, un pastel de carne o unos tamales, con unos vasos de vino tinto; y, por supuesto, unos churros comunes o rellenos, con un chocolate bien caliente. No fue creado para que invadamos las calles; ni para que llenemos la Plaza de Mayo; ni para que escuchemos el discurso de una presidenta que nos habla desde un escenario; ni para que aplaudamos las interpretaciones de unos artistas populares que nos obsequian sus canciones; ni para que riamos, cantemos, bailemos y sintamos que somos felices. En otras palabras, no fue creado para los militantes políticos, sindicales o sociales; ni para las parejas de enamorados; ni para los padres que salen con sus hijos, aunque estos sean pequeños; ni para los abuelos.

De acuerdo a su visión de las cosas, la imagen de las masas populares, de la simbología peronista y del humo blanco que denuncia la presencia de los puestos que venden «choripanes», ordinariza la fecha. La afea. La arruina. Y, en definitva, la convierte en algo vergonzoso. En cambio, de acuerdo a nuestra perspectiva, sucede todo lo contrario. Desde que un hombre asumió la presidencia sin dejar sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada, recobramos la noción de «patria». Por esa razón, muchos que asociaban esa noción con experiencias absurdas o dolorosas y que, en consecuencia, no creían en ella, llevan la escarapela con orgullo. Contemplan la bandera con respeto. Cantan el himno con pasión. E, incluso, ven a los «patricios», a los «granaderos» y a los militares en general, con una simpatía que no era frecuente en otros tiempos. Esto no es casual. Tampoco es gratuito. Es el resultado de una serie de transformaciones políticas, económicas y sociales que beneficiaron a millones de personas. Obviamente, no estamos en un paraíso. Ni nadamos en un mar de dinero. Ni tenemos todo lo que anhelamos. Sin embargo, mejoramos desde el 2003. Y esperamos mejorar más y más con el paso del tiempo. Quizás, para algunos, tales cuestiones no sean trascendentes. Sin embargo, para nosotros, lo son. Y, por esa causa, celebramos el «25 de Mayo», de una manera tumultuosa y bochinchera, desde hace varios años.

jueves, 1 de mayo de 2014

Sobre Rieles por Elías Quinteros


SOBRE RIELES


Elías Quinteros


El tren es uno de los inventos que representan a la revolución industrial, al progreso y a la civilización europea. Su aparición redujo las distancias. Su desarrollo modificó el paisaje. Y su consolidación afianzó el capitalismo. Para que constituyese una realidad, los hombres arrancaron el hierro y el carbón de las profundidades de la tierra. Preservaron el fuego de las fundiciones como si fuese un tesoro sagrado. Atravesaron la naturaleza con rieles de metal y durmientes de madera. Y, cuando fue necesario, levantaron terraplenes. Abrieron brechas en los bosques. Construyeron puentes sobre ríos y precipicios. Perforaron montañas. Y excavaron cornisas. Ningún clima los detuvo. Ni el de los desiertos. Ni el de las selvas. Ni el de las estepas. Con esfuerzo y paciencia, pusieron estaciones, tanques de agua, talleres y playas de maniobras en cada lugar que era importante para ellos. Tendieron cables telegráficos junto a las vías. Enlazaron poblaciones que, en más de un caso, estaban aisladas total o parcialmente. Y originaron otras. Durante mucho tiempo, el hecho de ser un ingeniero ferroviario, un jefe de estación o un conductor de locomotoras, configuró un motivo de prestigio social. Y, durante mucho tiempo también, la circunstancia de ver el paso de una formación ejerció un encanto particular sobre los observadores de la misma. Pero, un día, eso cambió. El tren dejó de ser un medio de transporte mágico, cómodo y barato que conducía a las personas hasta el sitio en donde vivían, estudiaban, trabajaban o vacacionaban, para convertirse en un medio decadente, ineficaz e inseguro que, en muchas ocasiones, las trasladaba hasta el sitio en donde eran curadas o enterradas. Y esto, ¿por qué fue así? La respuesta, aunque anhelemos lo contrario, no es sencilla.

Con relación a esto último, podemos hablar de los concesionarios, es decir, de los empresarios que administraron las líneas ferroviarias, que priorizaron el lucro en concordancia con los mandamientos del neoliberalismo y que, por lo tanto, no invirtieron lo suficiente para garantizar el mantenimiento y el funcionamiento adecuado de la infraestructura que estuvo a su cargo. Podemos hablar de los funcionarios que no controlaron las acciones y las omisiones de dichos concesionarios como consecuencia de una conducta negligente o dolosa. Podemos hablar de los sindicalistas que consintieron o apoyaron una forma de gestión empresarial que produjo el deterioro y la inutilización del material rodante, el cierre de estaciones y ramales, el despido de trabajadores y la precarización de las condiciones laborales de los que sobrevivieron a los procesos de «racionalización» y de los que accedieron a la categoría de «tercerizados». Podemos hablar del personal que no cuidó la calidad del servicio. Y podemos hablar de los pasajeros que contribuyeron a su empeoramiento al arrojar la basura sobre el piso de las formaciones, al escribir las paredes de las mismas, al poner los pies sobre los asientos, al romper los vidrios de las ventanillas, al robar las luces, etc. Todos aportaron lo suyo. Todos hicieron su parte. Poco a poco, la imagen de los trenes —una imagen asociada a las casitas de los barrios ingleses, a los textos de Raúl Scalabrini Ortiz, a las estatizaciones del peronismo, a los viajes de la época veraniega y a los juguetes de la niñez que reproducían o trataban de reproducir el aspecto de las locomotoras y los vagones—, adquirió un aspecto grisáceo y, por momentos, sombrío.

Esta apreciación no trasluce una actitud desmedida. Quienes utilizaban el tren con frecuencia —además de aguardar con paciencia la llegada de las formaciones, aceptar con estoicismo la interrupción del servicio y viajar con incomodidad en un transporte que los obligaba a estar, en muchos casos, parados, apretados, transpirados y sofocados—, aprendieron a coexistir con individuos que tenían la costumbre de incendiar los vagones (como los que procedieron de esa manera en mayo de 2005, en la estación de Castelar; en noviembre de 2005, en la estación de Haedo; en junio de 2007, en la estación de Tempeley; en septiembre de 2008, en la estación de Merlo; en enero de 2011, en la estación de Gerli; y en mayo de 2011, en la estación de Ciudadela, en la estación de Ramos Mejía y, nuevamente, en la estación de Haedo); o la costumbre de destrozar las instalaciones ferroviarias (como los que actuaron así en agosto de 2003, en la estación de Once; en noviembre de 2005, en la estación de Haedo; en enero de 2007, en la estación de Mar del Plata; en septiembre de 2008, en la estación de Castelar; y en diciembre de 2010, en la estación de Constitución). Gracias a ellos, de tanto en tanto, la experiencia de viajar en un tren apareció vinculada a un escenario de terror y angustia indescriptibles: protestas; gritos; enfrentamientos; corridas; piedras, fragmentos de vidrios y restos de basura que quedaban sobre el suelo; máquinas expendedoras de boletos, puestos callejeros, comercios y vehículos que exhibían las huellas de los saqueadores que los habían convertido en los destinatarios de su accionar delictivo; olores que atestiguaban la quema reciente de objetos; columnas de humo negro que otorgaban al día el aspecto de una noche; sonidos que denotaban la presencia de autobombas, ambulancias y patrulleros; y, en medio de todo, activistas políticos, personas descontroladas y delincuentes sociales o comunes que se confundían en una masa informe que no permitía distinguirlos con claridad.

Mas, el relato no concluye aquí. A veces, las fallas técnicas o las acciones humanas acentuaban las pinceladas de este cuadro. Y, cuando eso sucedía, las formaciones arrollaban colectivos (como en agosto de 2011, en las cercanías de la estación de Turner; o en septiembre de 2011, en la estación de Flores); o atropellaban micros escolares (como en noviembre de 2011, en las cercanías de la localidad de las Zanjitas); o chocaban contra otras formaciones (como en diciembre de 2010, en la zona de los bosques de Palermo; en febrero de 2011, en las cercanías de la estación de San Miguel; en abril de 2011, en las cercanías de la localidad de Lezama; en diciembre de 2011, en la estación de Temperley; y en junio de 2013, en la estación de Castelar); o embestían los paragolpes que están al final de los rieles (como en febrero de 2012, en la estación de Once); o subían a las plataformas (como en octubre de 2013, en la misma estación). Obviamente, tales hechos no resultaban gratuitos. Como consecuencia de ellos, algunas personas encontraban la muerte entre los hierros retorcidos y aplastados que habían conformado un medio de transporte. Otras teníen un destino similar en los hospitales que las habían recibido con la intención de salvarlas. Otras no llegaban hasta tal extremo. Sin embargo, quedaban con secuelas físicas o psíquicas, temporales o permanentes. Y otras —tras efectuar una visita a una guardia médica, un quirófano, una sala de internación y, en el peor de los casos, una morgue—, comprendían que tenían que continuar viviendo a pesar de la muerte o de la incapacidad sobreviviente de un ser querido.

Una parte del periodismo —la que cultiva el sensacionalismo y, por ende, gusta de los titulares catastróficos, de las fotografías y las filmaciones que chorrean sangre, y de las entrevistas a heridos que están acostados en camillas y a individuos desesperados que tratan de averiguar la suerte de un pariente o un amigo—, presentaba al ferrocarril como una forma de transporte público que conducía a las personas, por un precio módico, hasta un hospital o hasta un cementerio. Dicha caracterización —que tenía, para alegría de muchos opositores, algunos aspectos verdaderos—, desnudaba uno de los costados débiles de la gestión gubernamental. Pero, también originaba una serie de cuestionamientos que no eran justos, ni serios. Aunque algunos se resistían a admitirlo, el estado de la red ferroviaria era una consecuencia directa de las prácticas neoliberales que habían estado de moda en la década del noventa y que habían tenido como estandarte a la frase presidencial que decía: «ramal que para ramal que cierra». Cuando el espíritu de ese liberalismo extremo, despersonalizado e insensible, se expandió como una mancha de aceite, sobre una sociedad que lo absorvió como una esponja, el desmantelamiento del sistema ferroviario dio inicio. Lo que no fue vendido a precio vil fue robado. Y lo que no fue robado fue abandonado para que el tiempo y la herrumbre lo convirtiesen en algo inservible. Más de un tren dejó de funcionar. Más de una estación se transformó en una ruina. Y más de un pueblo comenzó una agonía lenta y dolorosa. La finalidad del ferrocarril ya no consistió en cumplir una función social, sino en constituir un instrumento lucrativo. El tren no estaba para cubrir los destinos que generaban pérdidas, ni para prestar los servicios que correspondían a los omnibus y los camiones. La actividad ferroviaria era un negocio. Y, en aras de ese negocio, todo resultaba intrascendente. Todo resultaba superfluo. Todo resultaba sacrificable. A los concesionarios sólo les importaba el dinero. Ninguno de ellos experimenaba un sentimiento de culpa cuando alguien perdía su empleo, cuando alguien dejaba de viajar porque no podía pagar el pasaje de un micro o cuando alguien bajaba la persiana de su comercio porque no podía solvertar el costo de los fletes. El mundo era así. Bajo el reinado del «mercado», las condiciones de la «gente» que viajaba en un vagón igualaban a las condiciones del ganado que viajaba en un camión jaula.

En más de una oportunidad, Cristina Fernández dijo que Néstor Kirchner había recibido la herencia de los presidentes anteriores «sin beneficio de inventario»: una situación que lo había obligado a enfrentar una serie de problemas gravísimos, a priorizar la resolución de los que aparecían como urgentes y a determinar esta cuestión de acuerdo a las circunstancias del momento. Sin duda, el transporte ferroviario, en tanto asunto conflictivo, figuraba en la lista de los temas heredados que no habían tenido una solución o, mejor dicho, que no habían tenido una solución total y satisfactoriamente. Al respecto, algunos afirmaban que el kirchnerismo no le había otorgado la preeminencia que merecía. O manifestaban que no lo había encarado de un modo adecuado. O expresaban que no lo había puesto a cargo de los funcionarios más capaces. Todo era opinable. Todo era debatible. Y, quizás, cada crítica tenía algo de verdad. No obstante, eso no justificaba a los que sostenían que Néstor Kirchner y Cristina Fernández nunca se habían preocupado por el estado de los trenes.

Progresivamente, el Estado incrementó su injerencia en las cuestiones relativas al transporte ferroviario de pasajeros y al transporte ferroviario de carga. Rescindió la mayoría de las concesiones. Aumentó los controles. Y emprendió la renovación de una parte de la infraestructura existente (vías, señales, pasos a nivel, estaciones, material rodante, etc.). A tono con esto, el 23 de abril, en la estación de Sáenz Peña, Cristina Fernández resaltó la trascendencia de la adquisición de veinticuatro locomotoras y ciento sesenta coches que fueron construidos en China, por una empresa estatal. Iinnegablemente, tal medida no es suficiente. Pero, debemos tener en cuenta que el abandono y el saqueo fueron tan prolongados y tan devastadores que vamos a necesitar mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucho dinero para que el sistema ferroviario recupere algo de su importancia y explendor. No en vano, en el siglo pasado, Raúl Scalabrini Ortiz, escribió: “La nacionalización de los ferrocarriles que aquí postulo implica no solamente la expropiación de los bienes de las empresas privadas y extranjeras. Ese acto reducido a sí mismo, produciría un beneficio nacional indudable. Trocaría el propietario privado y extranjero por el gobierno nacional, en quien debemos sentir representados nuestros mejores anhelos. Pero el cambio debe ser más profundo. El ferrocarril debe cesar de estar al servicio de su propio interés. Debe dejar de perseguir la ganancia como objeto. Debe cambiar por completo la dirección y el sentido de su actividad para ponerse íntegramente al servicio de los requerimientos nacionales” (RAUL SCALABRINI ORTIZ, Historia de los ferrocarriles argentinos, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1964, p. 361). A esta altura, nadie puede predecir el futuro de los trenes del país. Nadie puede realizar eso. Sin embargo, las medidas adoptadas por el gobierno nacional nos permiten aseverar que estamos más cerca de lo expuesto por el pensamiento scalabriniano y, en consecuencia, de lo hecho por el peronismo originario, que en períodos anteriores.