sábado, 18 de junio de 2016

El barco

por Elías Quinteros



¿Cómo estábamos antes? ¿Cómo estamos ahora? ¿Estamos mejor? ¿O estamos peor? ¿Cómo estamos? Hace un tiempo, ante una multitud que la escuchaba bajo la lluvia, Cristina Fernández planteó esta inquietud. Y, al realizarlo, estableció de una manera simple y precisa el eje de la discusión. ¿Cuánto gastamos en estos días? ¿Gastamos menos que el año pasado? ¿Gastamos lo mismo? ¿O gastamos más? Todos sabemos cuál es la respuesta correcta. Nadie ignora qué sucedió con la electricidad, el gas, el agua y el teléfono; con los productos lácteos, la carne, las verduras y las frutas; con el transporte público; con la nafta; con las expensas de los edificios; con los alquileres de las casas y los departamentos; y con las cuotas de los colegios privados y las empresas de medicina prepaga; entre otras cosas. En unos pocos meses, todo se encareció notablemente. Los precios se elevaron hasta el cielo. Y el poder adquisitivo de las remuneraciones se redujo de un modo apreciable. Nosotros —que no figuramos entre los criadores más importantes de ganado, ni entre los productores más importantes de trigo, maíz, girasol o soja; y que no constamos entre los accionistas de una explotación minera, una industria que tiene una posición dominante, una empresa que presta un servicio público, una cadena de supermercados, un banco o un grupo comunicacional—; no pertenecemos a los sectores que se beneficiaron con las decisiones del gobierno nacional y, por ende, con la transferencia de riquezas que se produjo como consecuencia de esas decisiones. A diferencia de los que «ganaron» con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia, no obtuvimos nada con la devaluación de la moneda, la eliminación total o parcial de las retenciones, el incremento de las tarifas y los precios, el aumento de los desocupados, el pago de la deuda reclamada por los «fondos buitres», etc. Nosotros, para decepción de los que suponen lo contrario, pertenecemos al bando que perdió, al bando que entregó una parte sustancial de sus ingresos a los que tienen más dinero. Al respecto, si votamos por Daniel Scioli o Mauricio Macri, si votamos en blanco o si, directamente, no votamos, carece de importancia. La circunstancia de ver a los sectores dominantes desde afuera y, en especial, desde abajo, es lo concluyente.

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Nosotros, los que perdimos, teníamos un país. Este no era perfecto. Pero, tampoco constituía una calamidad. Había mejorado enormemente con el paso de los años, por obra de todos los que lo habíamos reconstruido día a día, ladrillo a ladrillo. Por otro lado, la posibilidad de hacer lo que faltaba y de modificar lo que estaba mal no era algo quimérico, sino algo factible. Mas, eso no duró mucho. A partir de la asunción presidencial de Mauricio Macri, nuestro país desapareció. Dejó de existir. Y adquirió la inmaterialidad de un recuerdo. Los cruzados del neoliberalismo lograron esa proeza. Como los terremotos, los tornados, los incendios o las topadoras que destruyen en unos instantes una casa que, quizás, fue construida a lo largo de una vida, socavaron en seis meses una obra que costó doce años de sacrificios. El resultado de su actuación deja en claro que un gobierno conservador y revanchista que carece de planificación y tacto político es nefasto para el pueblo porque éste sufre las consecuencias negativas de las medidas que favorecen a los sectores dominantes y las consecuencias negativas de las torpezas que sabotean la gestión gubernativa. Esta es una situación que nos perjudica por partida doble y que, como añadidura, nos desconcierta profundamente. Aquí, no estamos ante unos hombres y unas mujeres de la derecha vernácula que llegaron a la Casa Rosada, los ministerios y las secretarías, tras el derrocamiento del gobierno, la desestabilización de la economía, la proscripción política de la oposición, el fraude electoral o la utilización de una fuerza «popular» o «progresista». Aunque emerja como una cuestión ilógica, nos hallamos ante una fuerza conservadora que fue votada por la sociedad, a través de un procedimiento democrático. Quienes sufragaron por Mauricio Macri y, luego, perdieron su empleo, su comercio o su empresa por la política oficial, no lo hicieron obligadamente. Lo hicieron en forma voluntaria.

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Desde que llegaron, los neoliberales de la actualidad quieren borrar las huellas del kirchnerismo. No perdonan su obra de gobierno. No perdonan el incremento de la producción y el trabajo, ni la vigencia de los derechos laborales, ni la ampliación del mercado interno, ni el aumento del consumo, porque eso favoreció los intereses de los trabajadores y los empresarios pequeños y medianos. No perdonan la modificación de la Corte Suprema de Justicia, ni la defensa de los derechos humanos, ni la admisión del matrimonio igualitario, ni la regulación de la muerte digna, ni la promoción del Memorándum de Entendimiento con la República Islámica de Irán, porque eso contempló los reclamos de varios sectores de la sociedad. No perdonan la llegada de Cristina Fernández a la presidencia de la Nación, ni el desempeño de un cargo tan importante por parte de ella, porque eso reivindicó la condición de la mujer. No perdonan el otorgamiento de la Asignación Universal por Hijo, ni la multiplicación de las vacunas que son obligatorias, ni la creación del canal educativo Pakapaka, ni la entrega de netbooks a los estudiantes, ni la posibilidad de votar con dieciséis años de edad, porque eso mejoró la situación de los niños y los jóvenes. Y no perdonan la universalización de los beneficios previsionales, ni el aumento de las jubilaciones y las pensiones, porque eso modificó la existencia de los ancianos. Por lo visto, no cuestionan al kirchnerismo por lo que no hizo, ni por lo que hizo mal. Lo cuestionan por lo que hizo bien. A raíz de esto, transformaron el Salón de las Mujeres Argentinas de la Casa Rosada en una oficina común y corriente. Reemplazaron las imágenes de los próceres argentinos que adornaban el despacho presidencial por imágenes que no tienen un contenido político. Retiraron los cuadros de Néstor Kirchner y Hugo Chávez que integraban la Galería de los Patriotas Latinoamericanos de la Casa de Gobierno y engalanaban el balcón que era utilizado por Cristina Fernández cada vez que daba sus discursos a la militancia. Eliminaron la obligación de incluir el canal Telesur en la grilla de los operadores de cable. Destruyeron el muñeco de Zamba que estaba en Tecnópolis. Desmantelaron la sala que homenajeaba a Néstor Kirchner en el CCK. Reubicaron los bustos de Juan Domingo Perón, Héctor J. Cámpora y Néstor Kirchner que estaban emplazados en el hall central de la Casa Rosada. Y retiraron la camiseta de Racing y los mocasines de Néstor Kirchner que yacían en Museo del Bicentenario.

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Pero, esto no es nuevo. El 5 de marzo de 1956, Pedro Eugenio Aramburu firmó el Decreto-Ley N° 4.161. Esta norma prohibía la utilización con fines de «afirmación ideológica peronista» o «propaganda peronista»; por «individuos aislados», «grupos de individuos», «asociaciones», «sindicatos», «partidos políticos», «sociedades» y «personas jurídicas públicas o privadas»; de «imágenes», «símbolos», «signos», «expresiones significativas», «doctrinas», «artículos» y «obras artísticas»; como la «fotografía», el «retrato» o la «escultura» de los «funcionarios peronistas» y de sus «parientes»; el «escudo» y la «bandera peronista»; el «nombre propio» del «presidente depuesto» y de sus «parientes»; las expresiones «peronismo», «peronista», «justicialismo», «justicialista» y «tercera posición»; la abreviatura «PP»; las «fechas exaltadas por el régimen depuesto»; las composiciones musicales conocidas como «Marcha de los Muchachos Peronistas» y «Evita Capitana»; los «fragmentos de las mismas»; y los discursos del «presidente depuesto» y de su «esposa». Establecía la caducidad de las «marcas de industria, comercio y agricultura»; y de las «denominaciones comerciales o anexas»; que consistían en las «imágines», los «símbolos» y los «demás objetos» señalados previamente. Y castigaba estas conductas con «prisión de treinta días a seis años»; «multa de m$n 500 a m$n 1.000.000»; «inhabilitación absoluta» por el doble del tiempo de la «condena», para el desempeño como «funcionario público» o como «dirigente político o gremial»; «clausura por quince días» en el caso de «empresas comerciales»; y «clausura definitiva» en el caso de «reincidencia». Las motivaciones del decreto-ley figuraban en sus «considerandos». Según los mismos, el «Partido Peronista» había creado «imágenes», «símbolos», «signos», «expresiones significativas», «doctrinas», «artículos» y «obras artísticas», como parte de una «intensa propaganda» que había engañado la «conciencia ciudadana». Tales objetos habían tenido como fin la difusión de una «doctrina» y una «posición política», que ofendían el «sentimiento democrático del pueblo Argentino» y constituían una afrenta que era «imprescindible borrar», porque recordaban una «época de escarnio y de dolor para la población del país» y configuraban un «motivo de perturbación» para la «paz interna de la Nación» y una «rémora» para la consolidación de la «armonía entre los Argentinos». A su vez, esas «doctrinas y denominaciones simbólicas» habían tenido el «triste mérito de convertirse en sinónimo» de las «doctrinas» y de las «denominaciones similares» de las «grandes dictaduras» de ese siglo que el «régimen depuesto» había parangonado. Esto hacía indispensable la «radical supresión» de dichos «instrumentos» o de «otros análogos» y la «prohibición de su uso» en el ámbito de las «marcas» y las «denominaciones comerciales». ¿Esto resulta familiar?

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Para Alfonso Prat-Gay, actual Ministro de Hacienda y Finanzas Públicas, los argentinos somos cooptados cada diez años, por un «caudillo que viene del norte, del sur (…) de provincias de muy pocos habitantes, con un currículum prácticamente desconocido». De acuerdo a esta manifestación, una manifestación que se nutre con lo más concentrado del pensamiento sarmientino, la idea del «caudillo» remite a la imagen de un «bárbaro» que comandaba una «montonera», es decir, un conjunto desorganizado de «bárbaros armados» que estaba formado por «gauchos» que encarnaban la «barbarie» en su «expresión más radical». La ligazón del «caudillo» con una provincia de «muy pocos habitantes» nos coloca ante el «desierto», ante el escenario arquetípico de la «barbarie»: un escenario que estaba poblado por indios, negros, mestizos, mulatos, zambos y blancos que no defendían el «liberalismo económico», la «cultura europea y las «prácticas burguesas». Y, finalmente, la alusión a un «currículum prácticamente desconocido» no nos habla de los antecedentes de un político, sino de los antecedentes de un empresario. En otras palabras, nos hallamos ante la visión de un economista que, desde la posición de un «civilizado», presenta a la «política» o, con más exactitud, a la «política popular y nacional», como una expresión de la «barbarie». A tono con lo dicho, este representante de la ortodoxia económica considera que esa «barbarie» está en el Estado, en los empleados que trabajan para el mismo, en la «grasa militante»: una expresión llamativa que conecta el término «grasa» (que equivale a «negrada», «aluvión zoológico», «barbarie» y, por extensión, «peronismo», «populismo», «autoritarismo» y «demagogia»); con el término «militante» (que equivale a «práctica política» que favorece o pretende favorecer a los individuos que constituyen la «grasa»). Por dicho motivo, desde la postura de este economista, la concepción de la actividad del gobierno nacional como el acomodamiento de la «basura» resulta razonable porque la «grasa militante» no pertenece al mundo de lo humano.

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La vida es para los que pueden pagar los bienes y los servicios que son brindados por la sociedad. Quienes pueden pagarlos tienen derecho a disfrutarlos. El resto carece de tal derecho. Y no lo tiene aunque piense sinceramente lo opuesto. De acuerdo al economista Javier González Fraga, la gestión anterior hizo creer a un «empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior». Tal actitud configura un engaño y una crueldad. Desdibuja la «diferencia» que existe entre las clases. Y subestima a la gente porque, conforme lo afirmado por el Ministro de Energía y Minería Juan José Aranguren, el consumidor deja de «consumir lo que considera alto». Mas, no podemos equiparar al individuo que no compra un automóvil de lujo por lo elevado de su precio con el individuo que no compra un kilo de pan o un litro de leche por la misma razón. Unicamente, quien apoya a un presidente que gobierna para los ricos o, mejor dicho, para los más ricos, puede aceptar con tranquilidad que una persona no pueda adquirir un producto que satisface una necesidad básica o una comodidad mínima porque no tiene el dinero necesario para realizar dicha adquisición. Los que exteriorizan esta actitud presentan dos características. Por un lado, ponen o tratan de poner el pie sobre los que definen como «inferiores». Y, por el otro, bajan la cabeza ante los que ven como «superiores», aunque esa visión esté desvirtuada por cuestiones personales. Así, nuestro Ministro de Hacienda y Finanzas Públicas, en lugar de pedir perdón a los que revistan entre los desocupados por culpa de su política económica, pide perdón a los empresarios españoles que obtuvieron ganancias extraordinarias en los últimos años, superando el grado de servilismo demostrado por Julio Argentino Roca (h), y Guillermo F. Leguizamón, tras la firma del Tratado Roca – Runciman, en la «Década Infame».

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En contraposición con los profetas del Antiguo Testamento, estos cruzados del neoliberalismo no se preocupan por los «huérfanos», las «viudas», los «extranjeros» y los «pobres». Al contrario, tienen una cuestión personal con ellos. Por ejemplo, quienes convirtieron a Zamba —el personaje animado del canal de televisión Pakapaka que enseñó la historia argentina a millones de chicos, desde la perspectiva de un niño formoseño que viaja a través del tiempo— en un conjunto de pedazos que quedaron tirados sobre el suelo, con una saña que resulta indisimulable, no destruyeron algo que, según el Ministro de Medios y Contenidos Públicos Hernán Lombardi, estaba podrido por dentro. Destruyeron una ilusión: una ilusión que alimentaba la imaginación de los chicos. Para estos, Zamba era más que un objeto inanimado. El estaba vivo. Era un niño que le hablaba al resto de los niños en su idioma. Era un niño que compartía sus juegos. Y era un niño que, además, comentaba con una cuota de humor los hechos importantes de nuestro pasado. En su compañía, los pequeños dialogaban con Manuel Belgrano, José de San Martín y Simón Bolívar. Participaban en la jura de la bandera, en el cruce de la Cordillera de los Andes, en la Entrevista de Guayaquil y en el Combate de la Vuelta de Obligado. Comprendían el significado de la última dictadura. Y, sin advertirlo, obtenían los beneficios de una experiencia que reunía el entretenimiento y el conocimiento. Pero, ahora, su destrucción por quienes dicen que están preocupados por la niñez y la infancia nos coloca en una situación complicada. ¿Qué haremos con los pequeños? ¿Qué les diremos? ¿Los transformaremos en los destinatarios de una mentira piadosa para preservar su inocencia? O, en cambio, ¿les confiaremos la verdad?

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¿Qué podemos hacer cuando advertimos que las palabras no tienen la posibilidad de describir la realidad en la totalidad de su dimensión? ¿Qué podemos decir? ¿Qué podemos escribir? A veces, cuando la realidad elude a las palabras que intentan expresarla, el silencio es más conveniente y más respetuoso. Pero, las palabras no fueron creadas para que las personas las guarden en el fondo de un arcón. Todas, sin excepción, fueron concebidas para que alguien las pronuncie y para que alguien las escriba, es decir, para que alguien las utilice e, incluso, para que alguien las utilice en la empresa paradójica de describir lo indescriptible. Entonces, en esos casos, ¿debemos conformarnos con acariciar la superficie de una realidad que oculta sus secretos más profundos detrás de un muro inexpugnable? No. No debemos hacer eso. Debemos escuchar al pueblo. En este sentido, las multitudes que protagonizaron la sucesión de huelgas, movilizaciones, manifestaciones, piquetes y campamentos que se produjeron en los últimos tiempos; al igual que las multitudes que conmemoraron el cuadragésimo aniversario del inicio de la última dictadura, acompañaron la presentación de Cristina Fernández en el juzgado de Claudio Bonadio y protestaron contra la política de despidos del gobierno nacional, el veto de la ley de emergencia ocupacional y la violencia de género; fueron elocuentes. A seis meses del final de un mandato y el comienzo de otro, nadie puede negar que estamos presenciando un enfrentamiento entre la parte movilizada de un pueblo que empuja a su dirigencia política, gremial y social, con la firmeza de sus demandas; y un gobierno que pierde su legitimidad de origen a medida que afecta las normas constitucionales, la libertad de prensa, la justicia y los derechos de las mayorías, con sus decisiones oficiales: circunstancia que renueva la confrontación que existe desde 1810, entre dos modelos de país que son incompatibles desde más de un punto de vista (el de una entidad soberana y el de una entidad colonial). A pesar del resultado de las elecciones; de la ventaja de la fuerza política que domina el Estado nacional, el Estado bonaerense y el Estado porteño; y del poder de los medios comunicacionales; miles y miles de ciudadanos defienden sus opiniones en la mesa del hogar y las mesas del bar, manifiestan sus ideas a través de las redes sociales y las radios que les permiten expresarse libremente, denuncian, reclaman y plantean sus objeciones en los estrados judiciales, entre otras acciones. Es cierto. Una parte de los afectados no reacciona. No dice ni hace nada. Sólo está quieta y silenciosa. Sin embargo, la otra entiende que se encuentra en un barco que se hunde poco a poco, por la impericia del capitán y la tripulación, con los que viajan en la tercera clase, en la segunda e, incluso, en la primera. ¿Qué sucederá con esta embarcación en los próximos días, en las próximas semanas y en los próximos meses? Sin duda, su destino dependerá en muchos sentidos de lo que nosotros permitamos que acontezca.